Los riesgos de la procrastinación

Posponer las tareas desagradables puede ser mucho más perjudicial de lo que suponemos.

No hay quien dude de las enormes virtudes que se derivan de un ahorro constante, un gasto prudente y una inversión inteligente: es la única manera de preparar el largo plazo. El problema es que, a pesar de saberlo, siempre preferimos dejarlo para mañana. Lo mismo pasa con dejar de fumar, perder peso, visitar a un pariente aburrido o limpiar la cochera. Nos comprometemos a hacerlo, siempre y cuando no tenga que ser hoy.

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Este fenómeno universal tiene un nombre científico: procrastinación, término que, pese a provenir del latín, raramente conocen los hispanoparlantes, mientras que procrastination, su equivalente en inglés, es una palabra ampliamente usada entre los estadounidenses. Los mexicanos preferimos hablar de desidia, dejadez, e incluso el muy nacional “ahorita”. Todas estas palabras emanan un componente más comprensivo y no tienen, ni de lejos, la connotación peyorativa del vocablo en inglés. Es posible que el no conceptualizarlo nos vuelva menos conscientes de su existencia y menos dispuestos a combatirla.

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La procrastinación tiene ahora su aplicación al ámbito de la economía gracias a los estudios de Matthew Rabin, un joven economista de la Universidad de Berkeley, que ha demostrado cómo esta falta de autocontrol y el afán por aplazar costos modifica de forma importante el comportamiento que se espera de consumidores, inversionistas o empresas.

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Como compradores, tendemos a adquirir lo más barato o lo que nos ofrezca la mayor recompensa inmediata, aun cuando no sea lo más efectivo en costos a largo plazo. Un sofá de $1,000 dólares es caro pagado de contado, pero nos parece bien si es a crédito.

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Como inversionistas, nunca es el momento para empezar a ahorrar esos $500 pesos mensuales, o siempre hay un mejor día para vender esas acciones que están perdiendo, o transferir los fondos de la cuenta de cheques a una de mayor rentabilidad.

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En el ámbito profesional, el retraso suele ser ley. Haga la prueba: imponga a una persona un pulso para entregar una tarea y, justo a punto de que se cumpla, alárguelo 24 horas. Aprovechará el lapso suplementario para mejorar la asignación. Pero cuando conoce la verdadera fecha empezará a trabajar hacia el final y hasta podría entregar tarde.

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Como lo demuestra Rabin, todos estos ejemplos parecen nimios, pero sumados y a través de los años implican un costo enorme que, tarde o temprano, hay que asumir. Al fin y al cabo, los escándalos contables de Enron o WorldCom bien podrían tener como origen la procrastinación. Es probable que el primer camuflaje de cuentas que cometieron los ejecutivos fuera para evitarse el costo de comunicar a los inversionistas unos malos resultados, en espera de que “mañana” -es decir, el trimestre siguiente– todo se arregle... En economía, la esperanza se traduce en especulación y, por lo tanto, en alto riesgo: no esperemos el día siguiente para incorporar “procrastinación” a nuestro vocabulario.