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No funciona ¿por qué insisten?

¿Por qué es tan difícil cancelar los malos proyectos?
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Todavía es posible hallarlas en eBay: aerodinámicas y brillantes reproductoras de videodiscos del tamaño de un LP. El producto: RCA SelectaVision, uno de los mayores fracasos en la historia de los artículos electrónicos de consumo.

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Pero no sólo por su infortunio vale la pena recordarlo, sino porque la empresa insistió en invertir dinero en él aun después de que todas las señales predecían un descalabro. En 1970, cuando creó el primer prototipo, varios expertos consideraron que la tecnología parecida al fonógrafo era obsoleta. Siete años después, mientras mejoraba la calidad de las videocaseteras y la tecnología digital despuntaba, todos los competidores de RCA habían abandonado las investigaciones sobre el videodisco. Incluso a pesar del escaso interés de los consumidores por el lanzamiento de SelectaVision en 1981, la agrupación siguió desarrollando nuevos modelos e invirtiendo en su capacidad de producción. En 1984, cuando finalmente se canceló, había costado al corporativo la asombrosa cantidad de $580 millones de dólares y absorbido recursos durante 14 años.

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Después del niño ahogado…
Las compañías cometen errores semejantes todo el tiempo, si bien en escala más modesta. Claro que, después de los hechos, es fácil criticar apuestas que no fructificaron. Pero, ¿cuántas veces los directivos siguen adelante pese a la creciente evidencia de que será imposible tener éxito? ¿Mala administración? ¿Inercia burocrática? Mis investigaciones han puesto al descubierto algo muy distinto. Lejos de la incompetencia, los fracasos que he examinado fueron el irónico resultado de la ferviente y extendida creencia en que el éxito final era inevitable. Como es lógico, este sentimiento se origina casi siempre en el defensor del proyecto y se extiende por toda la organización, con frecuencia hasta los niveles más altos. El resultado es lo que llamo creencia colectiva. Puede llevar a un comportamiento irracional incluso en firmas por lo demás racionales.

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Una fuerte convicción y la superación de los contratiempos son lo que se requiere para poner en marcha todo proyecto. Pero hay un lado oscuro: a medida que avanza, sus promotores pueden cegarse ante las crecientes y negativas retroalimentaciones de vendedores, socios y clientes.

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La vista engaña
La investigación ha sido por mucho tiempo el orgullo de la firma de anteojos Essilor. En 1959, inventó el lente progresivo Varilux, que corrige miopía y presbicia sin las líneas delatoras de los bifocales. La empresa trabajaba desde 1974 en un compuesto de vidrio y plástico que es ligero, inastillable, resistente a los rayones y sensible a la luz. En 1979 se halló la manera de hacer un lente con este material. El gerente de investigaciones se interesó y ordenó la producción de un ejemplar de prueba. Dos días después estaba listo. La noticia se extendió y el CEO mismo ayudó a seleccionar a los supervisores, muchos de los cuales habían trabajado juntos en otros proyectos igualmente exitosos.

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Desde el principio surgieron preguntas sobre el costo del nuevo producto y su durabilidad. Como es común que las capas de materiales compuestos se separen, el director de Investigaciones y Manufactura cuestionó incluso su viabilidad. Pero su preocupación no fue escuchada porque, como dijo un colega, “siempre es escéptico”. No se hicieron estudios de mercado, mas tampoco se hizo ninguno para Varilux. Se daba por hecho que la tecnología en sí misma es irresistible. Vaticinaron ventas anuales por casi 40 millones de unidades para 1985.

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Sin embargo, satisfacer las normas estadounidenses estaba resultando difícil. Luego, las pruebas piloto revelaron otros problemas, entre ellos una tendencia del lente a rajarse al ser montado. Los investigadores confiaron en que el escollo se solucionaría. Se construyeron instalaciones de manufactura y los gastos se duplicaron, lo que hizo que el lente costara hasta seis veces más que los normales.

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Essilor introdujo el lente en junio de 1982. Los pedidos llegaron apenas a 20,000 unidades. Recuerda un involucrado: “Aunque estábamos en shock, sabíamos que el fracaso era imposible.” Después de todo, las ventas iniciales de Varilux fueron escasas porque la gente tardó en acostumbrarse al lente progresivo. En 1989, tras varias jubilaciones y una reestructuración, se unieron al equipo cuatro nuevos gerentes. Uno de ellos reemplazó al principal partidario y evaluó el proyecto. El lente no generaba utilidades y un estudio mercadológico concluyó que incluso si solucionaban los problemas de calidad, las ventas llegarían a sólo 1.5 millones de unidades por año. Nunca sería muy rentable. En septiembre de 1990, el consorcio decidió suspender las investigaciones y la producción. Habían pasado 10 años desde que aparecieron las primeras señales de advertencia. El proyecto costó a la organización más de $50 millones de dólares.

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Según el cristal
A principios de 1985, las investigaciones de Lafarge –firma especializada en materiales para construcción– sobre la cristalización del yeso rendían fruto. El gerente de Ingeniería determinó que los cristales servirían como sustituto superior de los minerales molidos para la fabricación de papel y pintura. Una predicción interna estimó las ventas potenciales en $40 millones de dólares al año. Además, estaba en juego el orgullo: la compañía creció a través de adquisiciones; con esto demostrarían que podían hacerlo de manera orgánica al aprovechar sus recursos en nuevos negocios.

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Ese mismo año encontraron un socio en Aussedat Rey, el gran productor de papel, quien convino en cubrir el costo de algunos estudios. Las pruebas sacaron a relucir varios problemas: el producto podría obstruir ciertas máquinas y sería relativamente costoso. Sin embargo, la alta dirección de Lafarge aceptó que se siguiera adelante. El primer ensayo de producción del relleno de papel hecho por Aussedat Rey en diciembre de 1987 fue un éxito técnico y esto aumentó el optimismo de su asociado; los estimados de ventas anuales llegaron a $190 millones de dólares. Ciertamente, las proyecciones indicaban que probablemente el relleno mismo no sería redituable, aunque la gama completa de productos para papel, pintura y plásticos debería serlo. Desafortunadamente, sólo aquél había progresado más allá de la etapa de laboratorio.

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A fines de 1988, consciente de que no se habían hecho los experimentos suficientes, la alta dirección de Lafarge aprobó los fondos para la planta procesadora, siempre y cuando se hubiera “verificado la viabilidad y calidad del producto, y su aceptación por los clientes”. Una solitaria voz en desacuerdo fue la del nuevo gerente de Rellenos Minerales, reclutado hacía poco. Sus preocupaciones se descartaron debido a su falta de experiencia. Dejó de hacer cuestionamientos y a la larga renunció.

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Entretanto, Aussedat Rey mostró menos interés y repetidamente pospuso pruebas. Aun así, se hablaba del proyecto como ejemplo de una iniciativa interna exitosa y la planta se inauguró en septiembre de 1990; aunque permanecía inactiva, ya que ningún producto estaba listo para producción y no se había hallado a ningún cliente o socio. Por esos días, el director operativo de la división de Yeso, defensor del proyecto, dejó la compañía por motivos de salud y fue reemplazado. El nuevo ejecutivo pidió reevaluar la viabilidad del plan y en abril de 1991 el reporte confirmó que no sería redituable. Se necesitarían otros dos años y $5.3 millones de dólares extra. El nuevo director recomendó poner fin al programa. A principios de 1992 se vendió la fábrica. La aventura había costado casi $30 millones de dólares en siete años.

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El nacimiento de la fe
Estos casos no se debieron a inercia burocrática. Lo que revelan es el poder y las consecuencias de un impulso muy humano: el deseo de creer en algo. La convicción individual es frecuentemente contagiosa, en particular cuando refuerza las percepciones y deseos de otras personas. Por ello, se extiende con facilidad entre los diversos responsables de la toma de decisiones que controlan el destino de un proyecto.

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El creyente original tiene una fe inflexible, basada casi siempre en una corazonada. Luego su credibilidad personal, su carisma, y la robustez y alcance de su red social dentro de la empresa se encargan del resto. Tanto en Essilor como en Lafarge los proyectos favorecían metas importantes: la tradición tecnológica de “investigación por el placer de la visión” en Essilor y el deseo de generar crecimiento orgánico más que a través de adquisiciones en Lafarge.

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Asimismo, un plan puede satisfacer deseos individuales, que a veces son bastante diversos y hasta potencialmente conflictivos. En la empresa de anteojos, algunas personas pensaron que el lente “eliminaría de manera permanente a los competidores”. Otras esperaban que mantendría el empleo en las fábricas de vidrio pese a la creciente popularidad de los modelos de plástico. Varios ejecutivos vieron el producto como una manera de fortalecer la cultura corporativa: Essilor fue el fruto de la fusión de Essel, un fabricante de lentes de vidrio, y Silor, un rival que los hacía de plástico, y las dos divisiones seguían compitiendo entre sí.

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En Lafarge, algunas personas veían el nuevo aditivo como una manera de mejorar la reputación de Investigación y Desarrollo. Otras como un movimiento estratégico más allá de los materiales de construcción. La creencia colectiva cobijó una diversidad de esperanzas y sueños, que a su vez la reforzaron.

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Persistencia de la fe
Una vez que una creencia colectiva se afianza, tiende a perpetuarse. Ocurre que los grupos opten por sofocar los desacuerdos. En Essilor y Lafarge los dos disidentes fueron ignorados y, a la larga, dejaron de hacer cuestionamientos. Esta autocensura propició ilusión de unanimidad e invulnerabilidad, lo cual contribuyó a sostener las creencias individuales. Es curioso que los contratiempos, en vez de socavar la fe, llevan a la gente a trabajar todavía más para mantenerla. A pesar del pobre desempeño en el mercado que tuvo el lente de Essilor, la agrupación continuó produciéndolo en cantidades mayores a las que se vendían, pues los integrantes del equipo creían que el fracaso no era sino el preludio del éxito final.

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Tal intensidad no es de sorprender, dado el apego emocional que sienten las personas por un proyecto en el que cree con pasión. Según dijo un gerente de Essilor: “Era un sueño, ¡y además, hecho realidad! ¡Era hermoso!” Otro declaró: “No nos atrevíamos a preguntarnos si deberíamos desistir o seguir adelante.”

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Consecuencias de la fe
El mayor peligro que presenta la creencia colectiva es que los problemas no se vean como señales de fracaso, aunque se reconozcan.

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Esta ceguera persiste debido en parte a que tal actitud socava los procedimientos y salvaguardas comunes de la organización. El entusiasmo generado por la fe puede llevar, por lo menos, a calendarios de desarrollo irreales y muy ajustados. También puede dar por resultado procedimientos poco exigentes para la revisión de la viabilidad de un producto, durante toda la etapa de su desarrollo. Por ejemplo, en Essilor las especificaciones relativas a la resistencia del nuevo lente a las rayaduras se definieron en 1990, ocho años después de su lanzamiento. Todavía más, el entusiasmo extendido puede desembocar en la formación de un equipo para el proyecto lleno de promotores incondicionales.

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Juntos, estos factores son capaces de producir una cadena de refuerzo que perpetúa la creencia colectiva. La fe por parte de quienes toman las decisiones da por resultado una ausencia de criterios de decisión, lo que se traduce en información ambigua, misma que a su vez favorece las ilusiones en los responsables y aumenta todavía más su convicción. En cierto sentido, el proyecto adquiere vida propia.

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La cara positiva de la fe
La creencia es un poderoso sentimiento y la creencia colectiva es aun más poderosa. Está claro que cualquier proyecto debe iniciarse con fe. Pero, conforme se desenvuelve y las inversiones aumentan, esta convicción tiene que probarse cada vez más contra los datos. En efecto, el desafío que enfrentan los administradores en la cultura de “sí se puede” que impera en los negocios es distinguir entre la creencia como impulsora clave del éxito y la que puede cegar.

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*Isabelle Royer es profesora adjunta en la Universidad de París, Dauphine, y está afiliada a su Centro de Investigaciones, que se concentra en asuntos de mercadotecnia y estrategia.

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