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Sí al tipo de cambio competitivo

El autor es economista. Se desempeña actualmente como editor ejecutivo de Tendencias Económicas y
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

En la edición de esta revista correspondiente al 16 de julio de 1997 se publicó un artículo titulado “No al peso subvaluado”, escrito por Roberto Salinas León. En dicho texto, el autor rebate mis puntos de vista expuestos en el artículo “Notas sobre el tipo de cambio” -(ver Expansión, mayo 21, 1997), sobre la importancia de utilizar el tipo de cambio para impulsar la transformación del país en una economía altamente exportadora.

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Salinas cuestiona la posibilidad de aplicar en México un tipo de cambio competitivo, señalando que eso implicaría un subsidio a los fabricantes nacionales, más inflación y menos poder adquisitivo de la población. Efectivamente, un tipo de cambio subvaluado significa un subsidio a las empresas mexicanas, el cual les brindaría un margen para competir en el exterior, cuya magnitud podría depender de la capacidad gubernamental para administrar los efectos de la subvaluación y del interés que se tenga por diversificar el comercio exterior. Por ejemplo, si México desea competir con Alemania y Japón–países que han dejado devaluar sus monedas con respecto al dólar estadounidense– estará obligado a devaluar en mayor proporción que si sólo desea competir con Estados Unidos.

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Lo cierto es que, a mayor subvaluación, aumentan las posibilidades de que más empresas se incorporen al esfuerzo por generar divisas en más mercados. ¿Durante cuánto tiempo? Hasta que, gracias a incrementos en la productividad y la eficiencia, la empresa nacional no requiera de ese apoyo. Pero, incluso, se podría propiciar una subvaluación si, como ocurrió con Japón –que no es un país rezagado e -ineficiente como México–, las condiciones del país así lo requieren.

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En sentido inverso, la estabilidad cambiaria que pregonan Salinas y quienes opinan como él –ignorando la necesidad de ajustarla de acuerdo con la evolución de la inflación interna–, también supone un subsidio, sólo que a favor de los productores foráneos y los introductores de mercancías importadas, que de esa manera desplazan a los fabricantes nacionales. Es decir, se destruyen fuentes de trabajo nacionales, pero se ayuda a sostener las fuentes de trabajo en otros países.

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Los desmemoriados
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La propuesta de Salinas demuestra que tiene poca memoria. La experiencia del sexenio salinista confirmó que permitir la sobrevaluación del tipo de cambio –en un contexto de apertura económica– tuvo más efectos perniciosos que benéficos: la sobrevaluación es un factor que distorsiona los precios de los bienes y servicios, promueve la inversión especulativa y crea graves desequilibrios entre sectores y con el exterior. Cabe recordar que en ese periodo (entre 1988 y 1994), México contó con una cantidad de recursos –sin precedente en la historia del país– provenientes de la renegociación de la deuda externa, la venta de empresas públicas y el ingreso de inversión extranjera. No obstante, la sobrevaluación propició un contexto en el que ese capital se destinó a la adquisición de bienes importados y se privilegió, excesivamente, la inversión en el sector servicios, que era el que en esas condiciones ofrecía los mejores rendimientos.

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La inversión en manufacturas –la que genera más empleos, permite la transferencia de tecnología y proporciona recursos para pagar las importaciones– quedó en segundo plano, ya que la sobrevaluación encareció los insumos nacionales y elevó el costo de la mano de obra, lo que impidió competir contra los productos foráneos. Con el pretexto de mantener baja la inflación se sostuvo esa situación recurriendo al crédito externo; cuando eso ya no fue posible, inevitablemente estalló la crisis. Así, la afirmación de que la devaluación se debió al “error de diciembre” sólo oculta las verdaderas causas que se fortalecieron con la sobrevaluación que subsidió a los productores foráneos y especuladores.

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En cuanto al efecto inflacionario de la subvaluación, se puede señalar que la modificación del tipo de cambio no en todos los países provoca fuertes alzas de precios. En el caso de México, considerando sus rezagos estructurales, el uso del tipo de cambio para apoyar a las empresas del país sí implicaría que el abatimiento de la inflación fuera más tardado, pero también más firme. Es probable que –basados en la experiencia del sexenio de Miguel de la Madrid– Salinas y los suyos argumenten que un tipo de cambio subvaluado da lugar a una inflación incontrolable. Sin embargo, es necesario aclarar que ese periodo coincidió con la existencia de una política comercial muy proteccionista, además de políticas monetaria y fiscal que contribuyeron a fortalecer la inflación.

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En mi artículo se advierte la necesidad de evitar una inflación descontrolada. Por ello considero la necesidad de aplicar, congruentemente, los instrumentos de política monetaria y fiscal, además de estrategias para promover la integración de cadenas, el desarrollo regional, la competencia interna, mayores niveles educativos, la inversión extranjera directa y la eficiencia de la infraestructura y la administración pública. Con todo lo anterior se podría dar una relación de precios menos dependiente de las variaciones cambiarias.

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Ciertamente, una condición para lograr una inflación controlada es que los técnicos del Banco de México modifiquen sus políticas: su obligación de frenar la inflación deberá basarse en respaldar las medidas que estimulen la productividad, mediante una relación eficiente con el sistema financiero; esa institución no deberá intentar frenar los aumentos de precios artificialmente, con manejos monetarios y endeudamiento externo. También será necesario que en el país prevalezca la democracia y las empresas dejen de pagar los costos que significan los cacicazgos regionales, la discrecionalidad, la corrupción, la inseguridad e impunidad.

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En cuanto a la observación de que un tipo de cambio competitivo es una forma de reducir el poder adquisitivo de los salarios, cabe preguntar: ¿qué otra cosa buscan las propuestas de “simplificación del marco laboral” o de “asumir los costos sociales” que en forma reiterada demandan Salinas y sus seguidores como una condición inevitable para sostener el tipo de cambio sobrevaluado? Lo cierto es que con un tipo de cambio sobrevaluado o con un peso subvaluado, el poder adquisitivo no puede desligarse de las condiciones de productividad y competitividad de la fuerza de trabajo del país; esa es una condición inevitable para competir en una economía globalizada que se impone como una realidad ineludible. Sin embargo, un tipo de cambio subvaluado, al estimular la vinculación con el mercado externo y proteger el mercado interno, sienta las bases para la creación de empleos y un progresivo fortalecimiento del salario real. La propuesta contraria –la sobrevaluación– tiende a reducir cada vez más los márgenes para generar divisas sanamente y propicia una dependencia cada vez más grande del crédito externo.

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Por cierto, son curiosos los comentaristas como Salinas, quienes critican acremente la posibilidad de un déficit fiscal, pero tienden a justificar denodadamente los déficit en cuenta corriente. También se contradicen al justificar la dependencia respecto de los recursos externos, mientras que condenan a los deudores nacionales que se encuentran en cartera vencida.

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Argentina, mal ejemplo
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No está de más señalar que quienes opinan como Salinas suelen adoptar a Argentina como su ejemplo a seguir, sólo que el ejemplo no resiste la crítica. Para sostener su paridad, el gobierno de Carlos Menem promovió un intenso proceso de apertura, alianzas y privatizaciones de activos públicos, el cual está próximo a agotarse porque ya tiene muy pocos activos que ofrecer. En el proceso, algunas de sus industrias se globalizaron y son las que operan; el resto de su planta industrial se encuentra muy afectada.

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Los industriales argentinos no pueden competir en el exterior, porque el tipo de cambio está sobrevaluado. Tampoco disponen de una demanda interna dinámica, porque para sostener la estabilidad cambiaria el régimen de Menem se ha visto obligado a contraer, severamente, el mercado interno; sólo así evita que las importaciones –que son propiciadas por la sobrevaluación– no rebasen la capacidad que tiene el país de generar divisas. Así, aunque tiene una inflación mínima e incluso negativa, Argentina es un país caro para los argentinos, muchos de los cuales se han quedado sin trabajo porque sus empresas no pueden competir en esas condiciones.

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Vale anotar que, así como sucedía en 1994 en México, Argentina ejemplifica otro efecto pernicioso de la sobrevaluación: al abaratar la obtención de créditos en dólares –aunque todo mundo sepa que el tipo de cambio es insostenible–, todos actúan y se endeudan más en dólares para impedir que se presente el ajuste necesario; sin duda, esa sí es una adicción grave.

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Lo cierto es que la política cambiaria es tan importante que incluso puede impactar en los resultados de los esquemas de ahorro forzoso, como es el caso de los fondos para el retiro. Dependiendo de la política cambiaria, esos fondos pueden contribuir a promover la inversión productiva o a sostener el tipo de cambio; sólo que en este último caso corren el riesgo inherente a la decisión de lograr la estabilidad artificialmente y no mediante productividad, en un mundo global que no perdona errores.

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En fin, debo reconocer que, con algunas variantes, las propuestas simplistas –que ignoran la historia y adoptan ejemplos aislados– de Salinas y su grupo tienen grandes coincidencias con las ideas de algunos funcionarios de la actual administración, en particular con los del Banco de México. Sin embargo, como se hizo durante el salinismo, eso no impide que algunos señalemos los riesgos que implica para el país la aplicación de esas propuestas.

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