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Una ecuación corporativa

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mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

De niño odiaba las matemáticas. No le veía el caso a estar aprendiendo de memoria una cantidad de fórmulas, valores y relaciones que luego parecían tan ajenas a la realidad y que nada tenían que ver con mis preocupaciones más vitales e inmediatas, como anotar un gol o encontrar el mejor escondite al momento de jugar al "bote pateado". Esta confesión la hago sin arrepentimiento alguno; las dichosas matemáticas eran, sencillamente, superiores a mis fuerzas. Y aunque hoy creo que algo de culpa en todo esto habrán tenido mis maestros, mi relación con la ciencia de los números ya es otra. La mejor prueba de ello es que creo haber descubierto una fórmula que mide el "profesionalismo" de los ejecutivos a partir de dos sencillas variables.

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La historia de mi hallazgo es bien simple, pues se reduce a una intuición cuyo secreto origen es el caso de Jorge. Comenzamos a trabajar para la empresa casi al mismo tiempo. Pero mientras que yo, tercamente, me esforzaba por dar mis razones y exponer mis opiniones, casi sin que me importara a quién se las decía, él sólo decía su verdad a medias. ¿Mentía? No, no lo creo. En el mundo hay gente cauta y hay los que toman riesgos. En ese momento, me parece que mi compañero era de los primeros.

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Luego sucedió que Jorge encontró "a la mujer de sus sueños" –o al menos eso es lo que decía–, se casó y comenzó a vivir la más típica vida matrimonial que se puedan imaginar. A mí no me dejaba de sorprender que, siendo una pareja joven, llevaran la vida como un par de viejitos; pero claro, en todo ello había un plan superior.

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Lo que no me pasó inadvertido fue que Jorge, prácticamente, se convirtió en la perfecta máquina de trabajar: dejó de proponer y de opinar, reduciendo su labor a la precisa ejecución de las órdenes que le llegaban de arriba.

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Y adivinen qué pasó. Fue promovido antes que su servidor. A mí, la verdad, entonces me importó un bledo. Será cosa de personalidad, me dije; y continué desenvolviéndome de la misma manera. Pero, cuando los ascensos de mi compañero se sucedieron como en cascada, comencé a sospechar que ahí había algo más que la simple eficiencia laboral.

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En efecto, había algo más: Jorge se había convertido en un mentiroso corporativo. La diferencia entre este tipo de persona y los engañadores profesionales (o los embusteros comunes y corrientes), radica en el grado de verdad que esconden sus argumentos, al extremo de que llamarlos "mentirosos" quizá sea un exceso. Por ello utilizaré entonces las comillas y diré que el "mentiroso" corporativo nunca miente, pero tampoco dice la verdad; responde vaguedades, es ambiguo y busca distraer a su interlocutor. Discípulo dilecto de Maquiavelo –aunque nunca lo haya leído–, el "mentiroso" corporativo antepone los intereses de la compañía y para ello esconde la verdad.

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Hay razones bien concretas para ello, y ni crean que se trata de un amor ciego o algún tipo de identificación fanática con la corporación. El móvil del "mentiroso" corporativo son sus propios intereses que, de manera general, se manifiestan en la búsqueda de su bienestar material y la estabilidad de su vida cotidiana (detalle que casi siempre permanece oculto).

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Cuando Jorge se casó y contrató una hipoteca dejó de decir lo que pensaba. Cuando su mujer comenzó a tomar clases de golf, evitó las reuniones con los amigos. Cuando renegoció la deuda de sus tarjetas (vía un generoso préstamo de la caja de ahorros), se hizo asquerosamente eficiente. Cuando lo comenzaron a promover, dejó de pensar por sí mismo y sus breves respuestas se volvieron más ambiguas que las de un horóscopo.

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Este caso me lleva a establecer la siguiente ecuación: el valor corporativo de un ejecutivo es directamente proporcional al factor que resulta de sus "mentiras" (o medias verdades) y su estabilidad material. O lo que es lo mismo: M x E = V.

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Ya sé que no voy a ganar ningún premio con mi descubrimiento..

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