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Yo = 2 x 3

Viajero: detente. Has llegado a la región más estrecha de este piso.
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Durante años me ha pasado que, cada mañana que llego a mi lugar de trabajo, en algún lugar comenzaba a soñar con un texto que iniciara con las siguientes palabras: “Viajero: detente. Has llegado a la región más estrecha de este piso”. Las razones que me han inspirado (y me inspiran) esta idea son obvias: el tacaño espacio que, bajo la forma del así llamado “cubículo”, le es asignado por lo general a la gerencia de nivel medio en la mayoría de las empresas.

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No es que espere una oficina tipo dictador latinoamericano, con “vista a la bahía” a través de dos o tres magníficas ventanas de piso a techo en un piso cuyo nivel se podría ubicar entre el séptimo y el trigésimo octavo (aunque sería un detallazo, la verdad). Y mucho menos lo exijo. Pero los espacios reducidos no van con mi personalidad, ni con mi horóscopo y mucho menos con el nivel de responsabilidad que detento.

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Así que, para matar el ocio y con la inclinación propia del más puro de los masoquistas –¿o qué, se puede tener alguna otra tendencia cuando se es asalariado?–, me he dedicado a describir el “breve espacio” (en realidad, un ataúd electrónico) en el que gasto mis días y parte de mis noches en esta empresa.

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En primer lugar, destaca Camilo, mi computadora personal (o PC), con toda la magnificencia que le da el color beige, puerta de entrada y salida que elimina las fronteras del cubículo, lugar en el que existen pruebas empíricas de mi trabajo, llave mágica para acceder al bendito e-mail, portal de los sueños, los chats y uno que otro juego. Al lado, el teléfono: accesorio y condición sine-qua-non para existir en el mundo de los negocios. Se pueden no tener lápices y plumas, pero sin teléfonos la empresa se va a la quiebra.

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El escritorio forma una escuadra, hecha de madera comprimida y recubrimiento de formica que alguna vez fue blanca. A un lado del teléfono y la PC, la calculadora electrónica, útil para calcular los porcentajes que Hacienda y otros organismos de largos colmillos cada quincena le descuentan a mi sueldo, además de los intereses que nunca devengaré en una hipotética cuenta de ahorro. Bajo la calculadora, casi siempre hay una agenda/ calendario, en la que los días reservados para mis vacaciones siempre son sustituidos por bomberazos de última hora y juntas inútiles. Arriba, sobre el primer panel que forma una de las “paredes” del cubículo –tres metros de largo, por dos y medio de ancho; superficie total: 7.5 metros cuadrados–, un gancho, y en él mi saco y una corbata, que sólo uso cuando el VP me manda llamar de emergencia (por eso ya tiene hasta el nudo hecho).

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En una esquina, una foto de mi familia (padres, hermanos, hermanas, primos, sobrinos, abuelos, yo, etcétera). Sobre la PC, algún juguete bobo de plástico. Al lado del mouse, la taza que traje de Nueva York y que sirve de lapicero. En el panel y a una altura visible, una foto de mediano tamaño del coche que nunca podré comprarme pero que sustituye muy bien a otros fetiches (como aquel coche que nunca pude comprarme). Hay otra foto más, en realidad una postal, en el tercer panel y a un lado del micro librero: se trata de la imagen de la playa, del desierto, de la calle de una ciudad a la que (algún día) pienso viajar. Irremediablemente, siempre hay sobre mi escritorio una taza de café frío a medio llenar.

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Mención especial merecen los libros en el librero –manuales de autoayuda que nunca pude terminar de leer, libros de poemas y novelas que se llenan de polvo, un balero, una pelota de esponja o cualquier otro juguete útil para remediar los efectos del estrés–. Y en los cajones hay aspirinas, memos de hace dos años, recortes de diario, cinta adhesiva, blocks de notas.

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Y nada más: para algunos será poco; para otros, mucho, pero todo cabe en un cubículo sabiéndolo amontonar. Ese espacio soy yo, de nueve a seis, o siete, u ocho. Mi genio matemático, con la ayuda de la calculadora electrónica, me permite saber cuántos días me quedan dentro de ese ataúd: a 65 le resto mi edad, el resultado lo multiplico por cinco séptimos de 365 y voilá. El resultado siempre me deprime.

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