¿Tu trabajo es repetitivo? Lo perderás
Si ésta es la segunda era de las máquinas, la digital, ¿cuál fue la primera y por qué nos importaría?
La respuesta es clara en el libro de Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee dedicado a la revolución digital: 'The Second Machine Age'.
Todo empezó en Escocia, en 1776, cuando James Watt inventó los motores de vapor, que dieron origen a la primera era de las máquinas, la Revolución Industrial. Esa que transformó el trabajo , el progreso y tantas otras cosas que determinan nuestra realidad económica y social hasta el día de hoy, que llegó la segunda revolución.
“Las computadoras y otros avances digitale s hacen por nuestro poder mental lo que el motor de vapor y sus descendientes hicieron por la fuerza física”, dicen los autores.
La segunda era de las máquinas traerá, ‘trae’ es una conjugación más precisa, tantos cambios como los que se fueron acumulando cuando los telares se empezaron a colocar cerca de una máquina, primero, de vapor, luego, de motores de combustión interna, en los galerones que llegamos a conocer como fábricas.
Esos motores, eventualmente, también sustituyeron a los caballos en el transporte y crearon una de las industrias más importantes para México: la automotriz.
¿Quién gana?
Como sucedió en el mundo, y lo refleja otro texto igualmente disfrutable de hace unos años, Guns, Germs and Steel, de Jared Diamond, el dislocamiento de los procesos de producción en ésta, la segunda era de las máquinas, ya arroja ganadores y perdedores.
“¿ Qué puede estudiar mi hijo o hija para que tenga futuro?”, preguntan con frecuencia a Brynjolfsson y McAfee, académicos vinculados con el Media Lab del Massachusetts Institute of Technology (MIT), amorosos padres del siglo XXI preocupados por el desempleo y el subempleo.
Esta tendencia prevaleciente en nuestros tiempos se agudizó con la depresión económica de 2008, pero, sin duda, debe su origen a lo que ellos estudian en The Second Machine Age.
Su tesis central es que todo lo que pueda ser hecho por una computadora o una máquina vinculada a ella, eventualmente lo será.
Guste o no en muchos hogares de trabajadores con competencias mínimas, capaces sólo de hacer trabajos repetitivos y no mucho más, el peligro de ser sustituido por una máquina o un proceso alentado por nuevas capacidades digitales crece tan exponencialmente como la capacidad de los microprocesadores que, según la Ley de (Gordon) Moore, creada por el cofundador de Intel, se multiplica por un factor de dos cada año.
El asunto es que tú y yo, y tantos otros profesionistas liberales con habilidades basadas en conocimientos presuntamente escasos, tampoco estamos a salvo. El código y la potencia de lo digital cada vez sustituyen más procesos o hábitos por los que antes se pagaba.
Sin embargo, el tema principal del libro no es que los trabajos estén en peligro y todos tengamos que correr en pos de una capacitación para aprender a escribir código de software u obtener un título de ingeniería.
No odies tu computadora
Con la actual acumulación de capital, ésa que en su versión original tanto estudiaron Karl Marx y Federico Engels, en la segunda acumulación, la de las máquinas digitales se produce un nuevo ‘botín’ de productividad, dicen los autores. Esto se ve de manera más clara cuando el CEO de una empresa como Walmart describe su negocio como “tecnológico” o su colega de Citigroup la declara “una empresa tecnológica con una licencia para hacer banca”.
El trabajo, el progreso y la prosperidad, como indica el subtítulo del libro, están vinculados ya a estas brillantes tecnologías.
¿Frustrado?, ¿dispuesto a asumir la actitud de los ‘luditas’?, ésos que en la primera Revolución Industrial se convirtieron en entes desesperados, dispuestos a romper las máquinas para regresar a una bucólica forma de vida premotores; o, en nuestro caso, precomputadoras. No lo hagas.
Hay manera no sólo de sobrevivir en la segunda era de las máquinas, sino de capturar algo del “botín digital”, como lo llaman los autores.
Lo interesante es que para hacerlo no todo pasa por Silicon Valley y el reino del código. Eso para México, que de todas maneras debería invertir cada vez más en la sociedad del conocimiento, arroja una esperanza.
Es la creatividad
Brynjolfsson y McAffee subrayan que cualquier cosa que sea creativa, que implique establecer nuevas ideas o conceptos, nada que sea repetitivo o esté inmerso en patrones simples, triunfará en la segunda era digital. De ahí saldrán los que ellos llaman ‘estrellas’ y ‘superestrellas’.
Si la humanidad en la era agrícola aprendía a sembrar y a cazar en el hogar con sus padres y hermanos, en la industrial tenía que acudir a una escuela con horario determinado; para acostumbrarse a ir a las fábricas y oficinas. En la era digital, no hay duda de que quienes prosperarán serán los creativos, los que puedan reconocer patrones y comunicaciones complejas y deriven nuevas ideas de ese ejercicio. En la era digital, la productividad está relacionada con la creatividad y viceversa.
Por eso este libro, que, por cierto, no es de educación, sino de economía y negocios, invita seriamente a revisar el indicador del producto interno bruto (PIB).
“Se mide todo menos lo que hace la vida valiosa, como la poesía o el debate público”, dice el epígrafe del capítulo ocho.
Pero cuidado, no te equivoques: las conclusiones no nos exhortan a todos a mudarnos a espacios de hippies en California.
Pero...
Para nada. Desde la costa este de Estados Unidos, los autores afirman que no hay creatividad ni productividad sin incentivos correctos: impuestos adecuados, pigovian taxes, que el economista británico Arthur Pigou definió como los cobros a externalidades negativas, inversión en tecnología, en ciencia dura, en educación de primera, premios para emprendedores y mejoría en infraestructura.
En medio de las reformas para México, este texto es indispensable en más de una oficina pública o privada. Quienes viviremos un trecho de esta era digital a través de su lectura y estudio podríamos aspirar a ser, ojalá, polvo de estrellas digitales. Y, si no, cuando menos, formar parte de la constelación de los ‘literati’, que no cambiarán sus salarios de dólares analógicos por centavos digitales. O peor, por un hoyo negro.