Ingeniería genética, un tesoro
Alfonso Romo Garza, de Grupo Pulsar, tuvo una inspiración y hace justo 15 años, en 1994, fundó Seminis, una empresa dedicada a la producción de semillas genéticamente modificadas (GM). La iniciativa del regiomontano fue visionaria, pero los mercados no estaban preparados para escuchar de transgénicos y después de algunos quebrantos la vendió en 1,250 millones de dólares (mdd) al gigante Monsanto.
En la actualidad, Seminis es la empresa de semillas GM más grande del mundo, con 50 laboratorios y 3,500 productos que se venden en 150 países.
Él llegó demasiado temprano, pero hubiera sido el primer eslabón de una cadena de valor auténticamente mexicana que partiera del fomento de las ciencias biológicas, incluyera beneficios para el campo y la industria, y ayudara a afrontar la crisis alimentaria. Su éxito hubiera producido otra ‘revolución verde' como la que desató en Sonora y Sinaloa el Centro Internacional para el Mejoramiento del Maíz y el Trigo (Cimmyt).
Aunque la biotecnología parece cosa reciente, en sentido amplio involucra a todos los productos y procesos en los que intervienen agentes biológicos. Las industrias del pan, el vino, la cerveza y los quesos son biotecnológicas desde que utilizan levaduras, fermentos y enzimas, lo mismo que la fabricación de antibióticos y vacunas. En este segmento, México tiene una larga experiencia tecnológica, grupos industriales y proveedores bien consolidados.
La manifestación moderna de la biotecnología es muy diferente, ya que utiliza la manipulación genética y el ADN recombinante, y a lo largo de los últimos 15 años ha producido enormes cambios en todo el mundo. Genentech es un buen ejemplo: nació en California como una pequeña inversión de riesgo para desarrollar biomedicinas, y este año fue adquirida por Roche en más de 45,000 mdd. Sin embargo, gobierno y empresarios nacionales han mostrado escaso interés y hasta temores, fundados casi siempre en prejuicios. México no se ha subido a este tren tecnológico y económico.
Una oportunidad fueron las semillas a las que apostaron Romo y Seminis. Pero, otra más duradera es Probiomed, empresa fundada por Jaime Uribe de la Mora y que ganó el primer Premio Nacional de Tecnología. Mediante ingeniería molecular y genética, esta compañía fabrica interferón, insulina, sertralina, hipoglucemiantes, proteínas y activos químicos desarrollados en México; se comercializan a través de farmacias y hospitales, y se exportan.
Probiomed, según explica Uribe de la Mora, es la farmacéutica mexicana que más invierte en investigación básica, y ha desarrollado la tecnología para fabricar vacunas contra la hepatitis C, la influenza y otras enfermedades. Pero es un ejemplo aislado.
La reciente epidemia de influenza evidenció el rezago de la investigación científica en el país, y Uribe de la Mora insiste en que sólo una educación de calidad es capaz de generar, en el largo plazo, el interés y los científicos para crear empresas de alta tecnología, es decir, las que utilizan el conocimiento y la innovación para agregar valor y competitividad a las cadenas productivas. Oscilando entre el entusiasmo y la negación, México no ha definido su vocación por ninguna rama de la biotecnología, como lo han hecho los países industrializados, Corea, India, Israel y China. Brasil, sin ir muy lejos, es líder en la fabricación de etanol y biocombustibles.
PURO TALENTO MEXICANO
Y según el fundador de Probiomed, el país necesita políticas públicas consistentes, cadenas productivas integradas y empresarios que no apuesten tanto al comercio y a los retornos rápidos, sino a los negocios de mediano y largo plazos. Desarrollar y registrar patentes es mejor y más rentable que copiar y maquilar los inventos de otros.
Buenos modelos educativos permitirían el desarrollo de más talentos como Luis Rafael Herrera Estrella, director del Laboratorio Nacional de Genómica del Cinvestav de Irapuato; en 1983, en Bélgica, desarrolló el primer transgénico del mundo y también descifró el genoma del maíz. Como el galardonado genetista Francisco Bolívar Zapata, del Instituto de Biotecnología de la UNAM. O como lo hizo el sinaloense Octavio Paredes López, de la Academia Mexicana de Ciencias (AMC), quien desarrolló un cempasúchil GM para incrementar la producción de pigmento amarillo (se utiliza en la industria avícola); también contribuyó con un maíz transgénico fortificado con amaranto, de gran valor nutricional.
Muchas aportaciones como éstas no se utilizan y sólo trascienden como artículos en revistas científicas. Tal como ocurre con los cereales transgénicos, para los cuales el gobierno mexicano decretó una moratoria de 11 años.
Mientras México sigue esperando —e importa sus alimentos de otros países— en América Latina se siembran 22 millones de hectáreas. Otros se adelantaron, como Brasil, que es el segundo mayor productor mundial de soya y también Argentina, el segundo de maíz transgénico.
Según datos de Agrobio México, un centro de promoción de semillas GM, en 2008 se sembraron 125 millones de hectáreas en el mundo.
"Los cultivos con transgénicos tienen costos entre 20 y 40% menores que los tradicionales porque requieren menos agroquímicos y son más productivos", dice Fabrice Salamanca, director general de Agrobio México.
En México, agrega, la experiencia con algodón es impresionante: la producción estaba a punto de desaparecer, y hoy se siembran 90,000 hectáreas, de las cuales casi 70% son de semilla transgénica.
EL NEGOCIO DE LAS TECNOLOGÍAS
Alejandro Gálvez Rodríguez, director general de la firma Invernamex, explica que si existieran condiciones de fomento y fondeo adecuadas, las empresas mexicanas podrían desarrollar sus propias semillas de granos, hortalizas o flores, patentarlas y proteger el patrimonio genómico; estima que cada desarrollo patentado requiere una inversión de entre 500,000 y un millón de dólares.
Invernamex, en el Estado de México, se dedica a la clonación y micropropagación in vitro de plantas libres de enfermedades, en especial papas para la industria botanera, frutales y árboles para la industria forestal. Gálvez explica que una política bien definida permitió que India, Brasil y Cuba pudieran patentar sus propias variedades de cereales y frijol. Holanda y Francia lo hicieron con las flores de corte. China posee ya patentes para la siembra de arroz transgénico. En materia bioenergética, Invernamex está desarrollando variedades de jatropha, una planta que produce gran cantidad de un aceite no comestible, pero que puede convertirse en biodiesel para motores. La jatropha ya se explota en India y Argentina.
Aunque las semillas parecen ser el tema central de la biotecnología, no es la única aplicación como lo demuestran los casos de Invernamex, Probiomed y Silanes, otro laboratorio farmacéutico de capital nacional. Pero, hacen falta muchas más iniciativas para que pueda decirse que México juega un papel en el mundo de la biotecnología. En un escenario deseable podría pensarse en empresas que quisieran invertir en tecnologías y productos avanzados, como Probiomed y Silanes, que, una vez patentados, pueden venderse a usuarios en todo el mundo.
Hay escenarios optimistas. Los que no desean incursionar en las biociencias pueden aprovechar sus aplicaciones para enriquecer sus productos, mejorar sus procesos, bajar costos y elevar la competitividad. Es el caso del clúster biológico de Ensenada, en Baja California, constituido por laboratorios que realizan pruebas avanzadas para clientes en EU. O también el de las nuevas bolsas oxobiodegradables que utiliza Grupo Bimbo, producto de una alianza entre un proveedor británico y un centro de investigación ubicado en Hermosillo, Sonora.
En México es posible esbozar dos escenarios extremos sobre el establecimiento de cadenas y clústers de biotecnología. En el caso deseable, y una vez que la Ley de Bioseguridad ha liberado algunas restricciones, podrían realizarse cultivos transgénicos experimentales, darle aplicación a las innovaciones de las que ya disponen los centros de investigación (Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del IPN y el Instituto de Biotecnología de la UNAM, por ejemplo) y establecer programas públicos que estimulen la inversión en tecnología y aplicaciones. Empresas mexicanas podrían, como lo han advertido los expertos, generar y patentar sus propias semillas, replicarlas e, incluso, exportarlas a países de la región.
Una apertura de este tipo, además, permitiría la instalación de laboratorios y manufactura de las grandes empresas internacionales de biotecnología, que, en las condiciones, actuales no han podido operar. Se estima que una inversión global de 200 a 300 mdd sería suficiente para detonar varias líneas de acción con un potencial económico enorme, considerando que se trata de productos de un alto valor agregado y constituye una cadena logística de enorme alcance.
El escenario pesimista es muy parecido al de la realidad: restricciones legales y financieras, escaso interés por parte de los gobiernos y de los inversionistas, y una pobre comprensión de las posibilidades económicas de la biotecnología. Las universidades y centros de investigación siguen en un aislamiento que los ha llevado a centrar sus metas en las publicaciones académicas, pero sin mayor vinculación con la realidad y las necesidades de la industria.
A falta de estos acuerdos, los productos de avanzada se importan como materia prima o se utilizan bajo licencia mediante el pago de regalías. Y, peor aún, se siguen importando granos transgénicos para cubrir la insuficiente producción nacional. Se agudiza la dependencia tecnológica y se reafirma un modelo de industria dependiente, maquiladora, que genera empleos de baja calificación.
exitosa vinculación
Patricia Villalobos, directora de Investigación y Desarrollo de Grupo Bimbo, asegura que la relación con instituciones de biociencias ha resultado de gran beneficio para la empresa.
"En sentido amplio somos una industria biotecnológica porque tenemos procesos de fermentación y utilizamos levaduras, enzimas y mejoradores para la producción de pan —explica—. Promovemos la investigación y buscamos abrir caminos que faciliten la vinculación y el intercambio con instituciones académicas en México, eu, Europa y otros países en donde estamos presentes. Hemos tenido éxitos y fracasos, porque en ocasiones resulta difícil que los trabajos de investigación se conviertan en patentes y aplicaciones industriales".
La ejecutiva —doctora en Biotecnología—, se muestra entusiasta respecto de los nuevos planes del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), que contemplan apoyo financiero a redes o cadenas de valor donde exista vinculación entre la investigación científica y la aplicación industrial. "Hay buenos inventos que están guardados porque no se llega a un acuerdo sobre su explotación comercial —dice Villalobos—. Cuando los trabajos de investigación se convierten en patentes, se beneficia el desarrollo tecnológico de México".
Fabrice Salamanca, de Agrobio México, es más crítico con respecto a esto: "La mayoría de los centros de investigación no han encontrado su vocación, como sí la tienen las universidades de EU, que desarrollan tecnología para venderla. En México se tiene más una visión científica que de negocio, y esto explica que la industria se acerque con desconfianza. Muchas veces ni siquiera hay mecanismos que permitan la inversión en investigación aplicada, empezando por la duda sobre quién va a ser el titular de la patente".
Aunque con dudas, los expertos entrevistados aseguran que México podría recuperar el tiempo perdido y participar en varios campos abiertos de la ingeniería genética, como la agricultura, la farmacéutica y la química.
Lo han hecho países con menos infraestructura y recursos. Sin embargo, tampoco se puede esperar mucho más. Nunca se sabe cuándo sale el último tren.