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El horror de los conflictos armados bajo la lente de 4 fotoperiodistas

Cuatro periodistas documentaron la inhumanidad de las guerras en varios países; el precio que pagaron por ello fue muy alto
vie 22 abril 2011 10:16 AM

Nota del editor: Tom Cohen, de CNN, tuvo su base en Sudáfrica de 1990 a 1998, haciendo cobertura periodística para The Associated Press (AP). Trabajó junto con Greg Marinovich y João Silva. Cubrió muchos de los acontecimientos descritos en el libro y la película. Por favor, tenga en cuenta que esta historia contiene algunas palabras e imágenes de gran dureza.

(CNN) — Más de 20 años después, la imagen sigue siendo tanto terrorífica como fascinante.

Un agresor golpea con un machete el cráneo de un hombre arrodillado envuelto en llamas mientras un niño corre a celebrarlo.

“Noté que el sol se encontraba detrás del hombre en llamas”, escribió el fotógrafo Greg Marinovich respecto a cómo capturó el momento que lo hizo ganar el Premio Pulitzer en 1991. “El medidor de luz de la cámara no funcionaba por lo que abrí la rendija completamente: f5.6 debería ser suficiente”.

El aislamiento emocional del instante –arreglando el obturador mientras un hombre era brutalmente asesinado frente a él– está plasmado en el corazón del libro El Club Bang Bang, de Marinovich y Joao Silva, sobre la cobertura de la violencia en las ciudades de Sudáfrica en los días finales del gobierno blanco.

Publicado en el 2000, el libro es considerado de lectura obligada para muchos periodistas que se dedican a informar sobre conflictos humanos.

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Es un recuento honesto y enérgico sobre cómo Marinovich, Silva y otros dos aclamados fotógrafos –Ken Oosterbroek y Kevin Carter– enfrentaron tragedias, riesgos y su propia compasión al grabar una guerra secreta entre el gobierno blanco sudafricano y sus aliados zulus nacionalistas contra el Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela.

Esta semana, se estrenará  en Estados Unidos una película basada en el libro, protagonizada por Ryan Phillippe y Malin Akerman tras su debut en el Festival de Cine Tribeca en Nueva York. También titulada El Club del Bang Bang, la película hace surgir preguntas sobre la humanidad de los periodistas que se dedican a documentar la inhumanidad.

Escrita y dirigida por Steven Silver, la película tiene buenas intenciones pero no cuenta lo que pasó con aquellos cuatro que se apodaron el "Club del Bang Bang" por su deseo de estar lo suficientemente cerca para fotografiar la crónica violencia política en las ciudades negras alrededor de Johannesburgo.  En realidad no había ningún club, sólo un grupo de jóvenes fotógrafos trabajando para cubrir el ocaso del apartheid y hacerse de prestigio. Era difícil, exhaustivo trabajo que provocaba en ocasiones reacciones contradictorias: la adrenalina por la proximidad al peligro, euforia cuando capturaban imágenes memorables,  disgusto por la masacre humana y lamento por la miseria que los acompañaba.

Al final, el costo fue elevado. De los cuatro integrantes del Club del Bang Bang, sólo Marinovich y Silva sobrevivieron y ambos cargan con cicatrices por la profesión elegida.

Marinovich recibió cuatro disparos en casi dos décadas de fotografiar conflictos. Ahora, casado y con dos hijos, ya no acepta trabajos de este tipo.

Silva salió ileso de la violencia sudafricana y se convirtió en fotógrafo de conflictos para el New York Times. Luego, en el mes de octubre, su “número salió”, tal cual él describió.

Pisó una mina en Afganistán, perdió ambas piernas y sufrió heridas internas.

Actualmente, a sus 44 años, está aprendiendo a caminar con prótesis. También casado y con dos hijos, desea cubrir situaciones de conflicto nuevamente, si le es posible, y no tiene arrepentimientos. “No me sorprendió cuando sucedió”, dijo Silva, denotando que se puso en peligro durante muchos años. “Ha pasado mucho tiempo. Soy muy afortunado. Y finalmente se me acabó la suerte”.

Explicó que como fotógrafo de conflictos, siempre se benefició “como consecuencia del sufrimiento de alguien más”.

“Sí, lo que hacemos es importante. Mostramos al mundo cierta realidad que la mayoría preferiría ignorar”.

Pero “para que nosotros tengamos un buen día fotográficamente en una situación de conflicto, alguien tiene que tener un increíblemente mal día y eso es una realidad que siempre ha estado presente en mi mente”.

Con cicatrices pero vivo

Cubrir la violencia en Sudáfrica a principios de los noventa parecía un ciclo interminable: despierto antes del amanecer para documentar con la primera luz del día la violencia de la noche, esquivando balas y gas lacrimógeno, regresando apresuradamente para archivar las fotografías, luego volviendo para aprovechar la luz del atardecer, archivando más fotografías y pasando noches de lamento con alcohol y drogas, y levantándose antes del amanecer para empezar nuevamente.

El peligro y estrés siempre estaban presentes.

Oosterbroek recibió un disparo mortal durante un feroz batalla en la ciudad de  Thokoza una semana antes de que el partido de Mandela ganara la primera elección de su país en 1994.

Tres meses después, Carter –quien ganó el Pulitzer ese año por su impresionante foto de un niño muriéndose de hambre acechado por un buitre al sur de Sudán– se suicidó.

Mientras tanto, Marinovich y Silva construyeron sus carreras sobre sus fotografías de las ciudades en conflicto. Además del Pulitzer de Marinovich, han ganado otros premios internacionales por su trabajo.

Asimismo, han cuestionado el precio necesario de su éxito. En el libro, Marinovich relata cómo en la primera vez que recibió un disparo, en el mismo evento en el que murió Oosterbroek, sintió un inmenso dolor pero también una sensación de alivio porque también estaba derramando sangre junto con las víctimas de sus fotografías. “Ésa es una emoción verdadera”, dijo Marinovich, de 48 años, la semana pasada.

Describió la incomodidad de “ser siempre el viajero, el foráneo que va y viene haciendo dinero por ello”.

“Si eres un ser humano decente, te va a molestar”, afirmó.

Un pasaje del libro describe un conversación en 1992 entre Silva y Carter sobre las implicaciones morales de su trabajo. Marinovich escribe:

“Joao fue firme en que era el precio que se debía pagar por las fotografías que tomaron. Esto era algo que difícilmente discutíamos.

“Kevin no estaba consiguiendo nada y se estaba hartando. ¿Castigo? Para tener un castigo tiene que haber un pecado”.

“¿Estás diciendo que lo que hacemos es un pecado?, preguntó Kevin.

“Joao no pudo contestar, pero sentía que debía haber algún tipo de castigo por observar a la gente matarse entre sí a través de nuestros visores como todos lo hacíamos cuando tomábamos fotografías”.

Un alto precio que pagar

El libro y película también abordan la pregunta sobre si estos fotógrafos deberían permanecer pasivos mientras documentan la violencia que se desata en frente de ellos o dejar sus cámaras e intervenir.

Mientras tomaba las fotos que le hicieron ganar el Pulitzer, Marinovich tuvo una breve negociación con los agresores cuando le pidieron que se detuviera.

“Dejaré de tomar fotos cuando ustedes dejen de matarlo”, respondió.

Mientras el ataque continuaba, él seguía tomando fotos. Sólo hasta de que regresó a su auto las emociones lo invadieron y golpeó el volante por su frustración.

Una pregunta que le hicieron a Carter cuando ganó su Pulitzer: ¿Ayudó a la niña hambrienta mostrada en un estado de colapso mientras el buitre se le aproximaba por atrás?

Carter dijo que ahuyentó al buitre pero que no estaba seguro de que la niña llegó a un centro de alimentación cercano. Sin embargo, persistió el cuestionamiento de por qué no la cargó y la llevó él mismo.

Lisiado por sentimientos de insuficiencia de tiempo atrás y alto consumo de drogas, Carter empeoró tras la muerte de Oosterbroek, hasta que puso una manguera en el escape de su auto y la colocó dentro de la cabina, se drogó y escribió una larga e incoherente nota de suicidio.

“Siempre he tenido todo a mis pies –pero ser yo mismo sólo lo echa a perder”, decía la nota.

Silver, el director, dijo que cree que los fotógrafos tienen más de un motivo para llevar a cabo su trabajo. Por un lado, escogen una vida de riesgo para documentar la injusticia del apartheid, pero también se sacian de acción, energía y adrenalina de ese tipo de vida, afirmó. “¿Me caen bien? No siempre”, comentó sobre los personajes principales de la historia. “Pero tampoco me gusto a mí mismo todo el tiempo”.

Al final, comentó, la película es “realmente acerca del costo de ser testigo, el precio que debes pagar por este tipo de cosas”.

Héroes para algunos, villanos para otros

El libro, que vendió más de 60,000 copias en todo el mundo y está siendo relanzado junto con la película con distribución limitada en Estados Unidos, ha logrado un estatus de culto en algunos círculos por su representación de la compleja realidad de cubrir conflictos.

Marinovich dijo que regularmente recibe correos electrónicos de desconocidos sobre el tema, como un mensaje reciente del aspirante a fotoperiodista brasileño Giordanno Bruno, quien escribió: “Estoy presentando mis exámenes finales de periodismo y estoy hablando sobre la ética en las fotografías de guerra. La cuestión es: hacer tu trabajo o ayudar al que lo necesita. El Club del Bang Bang es mi biblia en esto y estoy usándolo para descubrir lo que los fotógrafos deberían hacer”.

Para Silva, el papel de un fotógrafo es grabar el momento para la historia y se vio en un dilema personal sobre su responsabilidad dada la escala de la violencia en los pueblos.

Cuando murió un compañero fotógrafo Abdul Shariff en un tiroteo durante una batalla inesperada en un evento del Congreso Nacional Africano en enero de 1994, Silva fue al hospital cercano de Natalspruit tras oír la noticia. Le mostraron el cuerpo de Shariff sobre una camilla, pero cuando Silva sacó su cámara para tomar una foto, la enfermera protestó.

Silva tomó la foto de cualquier forma afirmando que fotografiaba los cadáveres de extraños todo el tiempo y ahora tenía que fotografiar a su amigo.

Tres meses después, Silva fotografió instintivamente el momento cuando dos de sus mejores amigos, Oosterbroek y Marinovich recibieron disparos en Thokoza.

Las imágenes de la herida mortal de Oosterbroek se publicaron al día siguiente y la viuda de Oosterbroek arremetió contra Silva por tomar las fotografías.

“Porque era yo, uno de los amigos más cercanos de Ken, se rompió la regla” en su mente, afirmó Silva. “Me lastima profundamente. Me hizo cuestionar mi móvil. Me hizo cuestionar mi humanidad”. Luchó con este problema durante semanas y eventualemente encontró claridad en su papel elegido.

“Cae en la misma categoría: bajas de guerra”, dijo Silva. “Si tienes el valor para fotografiar a gente que no conoces –cadáveres en las calles– entonces si ocurre con uno de tus amigos, periodistas, tienes que tener el valor para fotografiarlos también”.

Eso siguió siendo válido para él en octubre en Afganistán. Después de que la mina explotó, el primer instinto de Silva tras ver sus piernas heridas fue tomar fotografías. Sacó tres fotos antes de que el dolor lo obligara a soltar la cámara.

“Quería una foto para que los médicos que me atendieran tuvieran mi perspectiva. Si hubiera sido un soldado, también le hubiera tratado de tomar la misma fotografía”.

Su móvil era simple: “Era una baja de guerra. Estaba intentando capturar un poco de mi propia historia como baja de guerra”.

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