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La fe complica su duelo por la pérdida de un ser querido en el 11-S

10 años después de los ataques terroristas, aún hay lágrimas en Baraheen Ashrafi, una musulmana que perdió a su esposo ese día
vie 02 septiembre 2011 01:19 PM

Su imagen sonriente ha sido quitada de una foto y colocada cuidadosamente en otra con su padre, de tal manera que se ve como si él estuviera parado a su lado. Da la impresión de un Photoshop mal hecho, pero a ambos les da un momento compartido, aunque nunca se hayan conocido.
 
La hermana del chico, Fahina, tiene 15 años y se aferra a memorias escasas y
fotografías viejas. Pero Fargad, de 10, no tiene nada.
 
Ella recuerda estar sentada al lado de su padre en parques de diversión y sus palabras de consuelo –“Vean a mi hija, es muy valiente”- la calman. Ella aún se acuerda de él cada que va a la montaña rusa. Se recargaba en sus piernas cuando él veía partidos de basquetbol en la televisión y después de que se marchó, se lo imaginaba echándole porras cada que jugaba algún deporte.
 
Ella recuerda que la llevaban a ver la Universidad de Harvard incluso antes de que entrara a la primaria y sueña con ingresar a una escuela de alto prestigio para que su padre se sienta orgulloso de ella.
 
En la mañana del 11 de septiembre del 2001 , se despertó muy temprano. Después de que sus padres terminaron las oraciones matutinas, la niña puso sus pequeñas manos en la cara de su padre y consiguió que le prometiera una visita a Chuck E. Cheese.

Padre e hija se besaron y se despidieron.

Fargad nació dos días después, tras el secuestro de aviones por parte de terroristas que mataron a casi 3,000 personas – incluyendo a Mohammad Salahuddin Chowdhury, de 38 años, quien trabajaba en la parte alta de la Torre Norte del World Trade Center.
 
El servidor de banquetes de Windows of the World, era un físico graduado en su país de origen, Bangladesh, y ciudadano estadounidense que aspiraba a una vida mejor en su nuevo país. Esa mañana llevaba un localizador por si su esposa daba a luz. “No puedo imaginarme no tener recuerdos”, dijo Fahina, incapaz de evitar sollozar. “Algún día, Fargad va a buscar en línea y verá todo. Tengo que ayudarle a entender”.
 
Este alto sentido de responsabilidad de esta adolescente va más allá de lo que cree que le debe a su hermano. Como una joven que perdió a su padre a manos de un hombre que se atrevió a decir que compartían su fe islámica, Fahina siente la obligación de alzar la voz, de ser la cara de su religión que generalmente es malinterpretada, aunque preferiría no ser conocida por lo que perdió y cómo lo perdió.
 
“Lo que le pasa un musulmán por esto… es algo que nadie puede entender”, dijo entre lágrimas. “Los extremistas usaron la religión como excusa para hacer cosas terribles. Es mucho más fácil estar enojado con la gente que conocerla”.

Siguiendo un camino no marcado
 
Los recuerdos de ese terrible día retumban a 1,300 millas (unos 2,000 kilómetros) de Nueva York, dentro de una casa moderna de ladrillo en una silenciosa calle cerrada al norte de Oklahoma City.
 
A través de fotografías enmarcadas en todas partes, los ojos oscuros y gentiles de Chowdhury, así como sus pestañas gruesas, se asoman a la familia que dejó atrás. Estos eran los ojos que atraparon a Baraheen Ashrafi cuando lo conoció en su boda en Bangladesh hace casi dos décadas. Ella se preguntaba si se estaba casando con una estrella de cine.
 
Su matrimonio fue arreglado y lo que obtuvo a cambio fue mucho más que un hombre bien parecido. Él había perdido a sus padres y se dedicó a los de ella como si fueran los de él. Le enseñó el valor del perdón, la belleza del Islam y los regalos que trae el amor. Le dijo que ella llegó a su vida gracias a sus oraciones.
 
Ella se ríe cuando recuerda lo inexperta que era en la cocina cuando lo alcanzó en su adorado Nueva York –una ciudad que en broma llamaba “su ciudad de origen”– y de cómo él se maravilló por su progreso culinario. Aunque a él no le parecía gracioso, ella se ríe de una ocasión en que le puso lápiz labial y le hizo colitas de caballo mientras dormía. Ella sonríe cuando menciona los concursos de miradas que le hacía jugar para que viera profundamente en sus ojos.
 
Pero Ashrafi se quiebra cuando recuerda lo que él temía. “Él le tenía pánico al fuego, tenía miedo de quemarse”, comentó, recordando sus quejas cuando el vapor de un té caliente dejó una marca en su mano. “Era como un bebé”.
 
En las semanas posteriores al 11 de septiembre, los bomberos le aseguraron que Chowdhury murió por inhalación de humo antes de haber sentido cualquier
quemadura.
 
Si hubiera un mapa para el duelo, el viaje de Ashrafi y sus hijos no estaba marcado. Ella vio a hombres musulmanes, con miedo de dar la cara, rasurarse sus barbas.

Las mujeres se quitaron los velos con que cubren su cabeza conocidos como hijabs. Pero mientras pasaba por su duelo, Ashrafi encontró la fuerza para reaccionar de manera distinta.
 
Aunque nunca antes había usado su hijab en público, gracias a su esposo, su fe se profundizó. Dos semanas después de perderlo, decidió que era hora de ponerse su hijab. Eso la convirtió en una viuda que no contaba con la amabilidad de extraños.

Su tristeza se compuso de odio. Sólo unos meses después del ataque, unos niños le gritaron “¡yihad!” a Ashrafi y a una confundida Fahina en una calle de Manhattan.
 
Mientras otros padres batallaban para explicarles los acontecimientos del 11 de septiembre a sus hijos, Ashrafi se encontró con un reto adicional: Fahina quería saber por qué la televisión decía que los musulmanes habían matado a su papá.
 
Chowdhury fue una de las 32 víctimas musulmanas del 11 de septiembre, según el Consejo de Relaciones Islámica-Estadounidenses. Esa distinción ha puesto a Ashrafi y a sus hijos bajo los reflectores.
 
Además de la atención, según Ashrafi, se suma que se cree que Fargad es el primer bebé nacido de una viuda del 11 de septiembre (CNN no pudo confirmarlo, pero el chico llegó al mundo el 13 de septiembre del 2001).

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Conforme se acerca el décimo aniversario de los ataques terroristas, Ashrafi ha recibido llamadas de todo el mundo. Una unidad de documentales británica visitó su hogar. Un reportero de Abu Dabi en los Emiratos Árabes Unidos también buscó una visita. Asimismo, el equipo de una televisora australiana tiene programado viajar a Oklahoma esta semana.

Toda la atención parece dejar a Fargad algo insensible. Se aparta de los videojuegos, se echa en una silla y dice palabras que no parece sentir del todo. Hasta hace unos cuantos años, sólo había escuchado que su padre murió en un accidente. Aún está tratando de conocer la verdad.

“Mi padre estaba trabajando y el avión chocó y hubo fuego”, comentó, mirando a su madre del otro lado del cuarto. “Luego mi padre murió. Luego nací. Nací en Nueva York”.

¿Sabe quién estuvo detrás de la muerte de su padre? “Lo hizo un hombre malo”, respondió con sus ojos puestos en su madre. “¿Sabes cuántas personas más murieron con tu papá?”, ella le preguntó. “Muchos. ¿Tal vez 20?”, respondió.
 
Completando su vida

Ahrafi estaba regresando a pie de la escuela de Fahina cuando el vuelo 11 de American Airlines impactó con la Torre Norte. Ella no se enteraría de ello hasta más tarde. Pero recordando, se percató que fue el instante en que tuvo una sensación en su estómago.

Aún no estaba dando a luz, pero la sensación hizo que se detuviera. Se concentró en llegar a casa y descansar.

El sexo de su segundo hijo era un secreto que se guardó. Llevaba sabiéndolo unas cuantas semanas, pero por si el sonograma estuviera equivocado, decidió no decirlo. Su esposo le había dicho que tener un hijo completaría su vida. Ella no podía esperar a ver su cara cuando él conociera a su hijo.

“Me dijo que sería el hombre más feliz del mundo”, comentó llorando. “Soñaba cómo se vería su cara… ¿Por qué no le dije?”.

Ella estaba descansando en su cama cuando una de sus hermanas le marcó para preguntarle dónde estaba su esposo. “En el trabajo”, respondió con total naturalidad. Su hermana gritó.

En poco tiempo familiares y amigos llenaron su casa en Queens. Mantuvieron a
Ashrafi lejos de la televisión ya que las últimas etapas de su embarazo ya le habían subido demasiado la presión sanguínea.

Alguien más recogió a Fahina de la escuela. Sólo cinco en ese momento, recuerda haber visto los zapatos afuera de la entrada principal de su casa y batallando por entender a la multitud dentro de su casa.

Dos días después, en el hospital, Ashrafi todavía esperaba a Chowdhury entrar por la habitación. Se aferró a los rebuscados guiones de películas románticas. Se decía a sí misma que él simplemente tenía amnesia y estaba vagando, perdido. Con el tiempo, se encontrarían.

Sus hermanas la rodearon durante la césarea que sugirieron los doctores dadas las circunstancias. Cuando le llevaron a Fargad, vio en sus ojos los grandes ojos negros de su esposo.

“Papi también quiere”

Incluso antes de que pudiera hablar, Fargad se admiraba a sí mismo en espejos. “Era un bebé muy lindo y lo sabía”, dijo Fahina, barajeando fotos. Su padre no era tan diferente. Fahina señala fotografías de él posando, generalmente solo. Durante algún tiempo, cuando Fargad veía imágenes de su padre cargando niños, gritaba: “¡Ése soy yo!”.

Más tarde, el chico descubrió ropa de su padre que su madre había conservado. Después de la escuela, Fargad se ponía una camiseta roja que naturalmente le quedaba enorme. Actualmente, su madre a veces lo cacha diciéndole buenas noches a la foto de su padre.

“Estaba en mi corazón para hacer cosas buenas y me observa”, dijo el chico. “Si alguien se porta mal contigo, ¿qué dices?”, le preguntó su madre. “¿Qué te ha dicho mamá?”. Fargad la mira y se encoje de hombros. “Ser bueno con la gente”, le dijo Fahina. “No quiero ser bueno con la gente mala”, dijo Fargad. Ella sonríe. “Pero esa es la manera en que aprenderán a ser buenos. Y papá quiere eso también”.

Esta fue una lección que afirma que su esposo ejemplificaba. Ella trata de vivirlo en sí misma. Cuando un hombre detrás de ella en la fila de pago de Wal-Mart murmulló algo sobre los musulmanes, ella ni se inmutó. Sintió pena por los chicos que le aventaron latas de refresco a su auto mientras le gritaban: “¡Hey musulmana!”.

Y se sacudió la ofensa de una señora en silla de ruedas que rechazó su ayuda para alcanzarle un artículo en un estante de una abarrotería. “No quiero ayuda de una musulmana”, aseveró la mujer.

La verdad es que ella puede manejar insultos ocasionales en Oklahoma. No podría hacerlo en Nueva York, donde a dondequiera que volteara, recordaba lo que se había ido.

Ella y sus hijos se mudaron en el 2002, optando por una vida más simple y sostenible cerca de una de sus hermanas. Ashrafi dice que ella tenía que empezar de cero, aunque aún está aferrada al pasado.
 
Sueños y sacrificios

La concentración de Ashrafi se limitó después del 11 de septiembre. “Todo mi mundo es esta casa y mis niños”, afirmó. “Dios me escogió para darme a estos dos niños y criarlos por mi cuenta… quiero disfrutar cada momento con ellos”. Ella no tiene planeado regresar a su empleo en un banco. Rara vez socializa más allá de su familia. A sus 39 años, ella jura que morirá como la esposa de Chowdhury.

Por lo que cuando la gente, incluyendo sus familiares, le dicen que rezan por que conozca a alguien, les responde: “Por favor, no recen por eso; ¡sería una maldición!”.

Ella perdió a su padre en 1997. Su madre, quien se mudó con Ashrafi y sus hijos durante cinco años después del 11 de septiembre, frecuentemente le pide que haga algo para ella misma. Su respuesta es que cuando Fargad vaya a la universidad, quizá ella también lo haga. Su esposo siempre le dijo que debería haber sido una diseñadora de interiores. Su casa está llena de arreglos florales que ella diseñó, piezas decorativas únicas y muebles aptos para una exhibición.

Chowdhury planeó terminar una carrera en sistemas computacionales de información. Pero con otro hijo en camino, aún no dejaba el buen sueldo que tenía en Windows of the World.

Él preveía grandes éxitos para sus hijos y Ashrafi coincide. Ella presume sus calificaciones, ha contratado a un tutor para ayudar a Fargad con su tarea –para que ella y Fahina no tengan que ser “las malas”– y los alienta a apuntar alto.

Fahina, quien quiere ser doctora, dice que no tienen que jalarle las orejas. Ella ve los sacrificios de su madre y sabe que su padre trabajó como mesero por ellos y no porque ése fuera su sueño.

“Sé que si estuviera aquí, me estaría empujando. Por lo que trato de empujarme a mí misma”, agregó. Aún con todo lo que ha pasado su familia, afirma que “todavía me siento bendecida. Sólo trato de que mi padre esté orgulloso”.
 
Honores sin ceremonia

El 11 de septiembre, Ashrafi y sus hijos no se reunirán a las familias de otras víctimas en Nueva York. Comentan que recuerdan el aniversario todos los días y prefieren seguir haciéndolo de manera privada.

Fahina dice que reza mucho por su padre en estas fechas conmemorativas. Es una joven mujer con fe que va más allá de sus años. Antes de que cumpliera cinco años, renunció a McDonalds. Mientras otros niños pedían sus “cajitas felices”, ella insitía en comer sólo carnes certificadas como halal, aceptadas por la ley islámica.

Cuando cumplió nueve, ya quería hacer el ayuno del Ramadán. Comenzó a rezar a los 11 y lleva su colchoneta de rezos cuando se queda con sus amigos.

Ashrafi se enorgullece de la diversidad que rodea a sus hijos y de su mentalidad abierta. Le encanta que una de las mejores amigas de Fahina sea judía, que haya crecido quedándose a dormir con amigas de distintas religiones y que su secundaria honre la crianza de Fahina.

Cuando un pastor de Florida amenazó con quemar el Corán en el aniversario del 11 de septiembre del año pasado , Fahina se encontró con compañeros de clase vestidos de verde honrando al Islam. En los tenis Converse de un estudiante, vio las palabras grabadas: “Amo el Corán”.

El 11 de septiembre, según Ashrafi, las oraciones por su esposo se harán en la casa de su hermano en Bangladesh, como lo han hecho todos los años desde entonces. Y tal como lo ha hecho en cada aniversario, Ashrafi enviará dinero a Bangladesh para llevar a cabo una tradición familiar que honra a los muertos al llevar comida a los orfanatorios. El hermano de Chowdhury hará la entrega.

Ashrafi no va a ninguna mezquita. Ella dice que tiene todo lo que necesita en los confines de su hogar y en el Corán. Pero todos los sábados, ella manda a sus hijos a una pequeña mezquita para aprender sobre el Corán y la historia islámica.

Fahinta siente un gran compromiso con su educación religiosa. Dice que necesita respuestas para las preguntas sobre su fe que sospecha que enfrentará toda la vida.

“Quién hubiera dicho que nunca se llenarían”

Fargad está echado en un sofá, peleando con ninjas desde su consola de videojuegos. Su madre y hermana hojean un álbum de recortes rosa, aquél que Ashrafi empezó cuando inició su vida con Chowdhury.

Las primeras páginas, algo amarillentas, son la celebración de su boda. Estampas florales enmarcan una foto grande tomada durante la ceremonia. Ella era muy joven, apenas 20 años, cuando lo conoció ese día.

Pasa a una página, seis meses después de casados, cuando lo alcanzó en Nueva York. Una fotografía de su primera cita en la gran ciudad. Su esposo, amante de los autos, la llevó a una exhibición automotriz.

“¡Qué romántico!”, dijo Fahina con una carcajada, cerrando sus ojos negros. Otras páginas muestran su primer aniversario. Ashrafi posa con su hija recién nacida y Chowdhury abraza orgullosamente a su hijita.

Ashrafi pasa al final del álbum. Las páginas están en blanco. Comenta que aquí es donde ella habría ilustrado su “por siempre felices”, los días cuando ella y su esposo hubieran celebrado que su familia se había completado con la llegada de su hijo recién nacido.

“Quién hubiera dicho que nunca se llenarían”, dijo en voz baja. Al escuchar sus palabras, Fahina llora otra vez: por lo que su madre perdió, por lo que ella perdió y por lo que su hermano nunca conoció.

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