La inestabilidad árabe: ¿Podrán finalmente las leyes ayudar al pueblo?
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(CNN) — La crisis que rodea a la Constitución egipcia y que ha ocasionado que el presidente Mohamed Morsi asuma poderes absolutos es tan solo el capítulo más reciente en la larga batalla ideológica en el Medio Oriente.
Morsi, el candidato de la Hermandad Musulmana a la presidencia de Egipto, que llegó al poder tras la revolución de la Primavera Árabe en 2011, en la que el dictador Hosni Mubarak fue derrocado, dice que necesita los nuevos poderes para “acelerar las reformas”. Sus rivales dicen que la Hermandad Musulmana y su ambición por controlar el país están detrás de la maniobra.
Morsi no es el primer líder musulmán, y a juzgar por los levantamientos de la Primavera Árabe es probable que no sea el último, que busca una vía constitucional para crear instituciones estatales operativas en una región en la que la caída del imperio otomano llevó a regímenes tiránicos o manipulables en vez de a Estados democráticos.
El movimiento por institucionalizar los Estados del mundo musulmán fue el principal objetivo de la mayoría de los partidos políticos de la región a principios del siglo XX. Los intelectuales musulmanes, escandalizados por la tiranía y el deterioro de sus naciones, en especial cuando se comparaba con el rápido desarrollo tanto político como militar de Occidente, trataron de revertir el rumbo por medio de la política.
Sin embargo, pronto descubrieron que la confrontación con el viejo sistema requeriría de un enfoque más radical. En 1907 se declaró la revolución constitucional en la Persia chiita; un año más tarde, los musulmanes, cristianos y judíos marcharon en Estambul, desencadenando lo que se conoce como “la segunda era constitucional”, en 1908. Los eventos subsecuentes llevaron a la disolución del Imperio Otomano Suní.
Una década más tarde, el Imperio Otomano se encontró en una situación sin precedentes, derrotado y ocupado por los aliados occidentales: Gran Bretaña, Francia, Rusia e Italia. El joven líder turco, Mustafá Kemal Ataturk, encabezó un movimiento nacional, peleó contra los aliados y el sultán, y presionó para lograr reformas constitucionales con las que el último sultán otomano, Mohamed VI, se volvería un líder espiritual o “califa”, sin contar con autoridad efectiva ni simbólica.
Por primera vez en la historia del mundo musulmán, los representantes del pueblo controlaban el Estado. Más tarde, Mohamed VI fue expulsado de Turquía, y para 1924, el califato se había abolido. Este evento sin precedentes dejó al mundo musulmán en el caos religioso y político.
En ese entonces, los aliados estaban creando nuevos estados para los pueblos antiguos de la región; los eruditos y los clérigos, desde Marruecos hasta India, se enfrascaron en largas discusiones acerca del incierto futuro de la “nación” musulmana. Su tarea no era fácil, incluso Ataturk tenía su propia fatwa (edicto religioso) emitida por los clérigos “promodernización”, con la que legitimaba sus actos.
Divididos por las formas de adaptarse al cambio, en 1926 los clérigos musulmanes más prominentes decidieron aceptar la invitación del rey Fuad de Egipto para trazar un plan para el futuro.
El rey pensaba que al terminar la conferencia se vería ungido como el nuevo califa de todos los musulmanes, pero su sueño se esfumó. Muchos clérigos egipcios rechazaron la idea de tener un califa en un país ocupado por los británicos y los partidos liberales estaban dispuestos a recordarle a Fuad la existencia de la Constitución de 1923 que él mismo había promulgado a cientos de kilómetros de distancia, en Turquía, en la víspera de los enormes cambios.
Es posible que la conferencia de El Cairo no haya rendido frutos, pero fue decisiva para la configuración del mapa ideológico de la región. Por un lado estaba el jeque Rashid Rida, un clérigo influyente de lo que se conoce como Líbano, quien encabezó el llamado a restablecer el califato. Por otro lado, estaban los clérigos de África del Norte, liderados por el jeque Abdul Hamid ben Badis, de Argelia y Abdul Karim al Khattab, de Marruecos, quienes alabaron a Ataturk por su firme liderazgo que creían que beneficiaría a la nación musulmana.
En medio de la confusión que reinaba en el mundo islámico en relación con la fuente adecuada del poder, el gobernante legítimo y la verdadera naturaleza de las constituciones, Hasan al Banna, uno de los seguidores más leales del jeque Rashid Rida, formó en 1928 la primera versión de lo que más tarde se conocería como el movimiento Hermandad Musulmana. En una de sus cartas, Al Banna determinó que establecería el movimiento en respuesta a lo que llamó la caída del califato. Más tarde, ideó una de las consignas más famosas de su movimiento: “El Corán es nuestra Constitución”.
Durante las últimas nueve décadas han cambiado muchas cosas, pero no ha cambiado la enigmática naturaleza del constitucionalismo en esta parte del mundo. Los intentos por modernizar a los Estados locales fueron estrangulados o transformados por los numerosos golpes de Estado, guerras y crisis; los viejos “dictadores”, ya fuesen generales militares, liberales o izquierdistas, siguieron manipulando las leyes.
Las constituciones no fueron contratos sociales sino códigos impuestos a los pueblos. Los “súbditos” nunca se volvieron “ciudadanos” y los derechos fundamentales eran “dádivas” otorgadas por los gobernantes y podían revocarse fácilmente. Las constituciones se volvieron una herramienta más para los dictadores.
Durante esa época, la mayoría de los principales movimientos islámicos, incluida la Hermandad Musulmana, reconocieron la necesidad de tener principios fundamentales que rigieran el proceso político, una conclusión a la que se llegó fácilmente debido a las décadas de opresión a la que se sometieron los movimientos.
Sin embargo, el movimiento no podía superar la dualidad crucial de “El Corán es nuestra Constitución”. ¿Cómo podía una escritura sagrada ser protegida con principios hechos por el hombre y a la vez superarlos?
No es coincidencia que las reformas constitucionales fueran la prioridad en los países de la Primavera Árabe ni que los movimientos islámicos populares en países como Túnez y Egipto tengan la última palabra en la modificación de las leyes.
Las ramificaciones de la Hermandad Musulmana en África del Norte, en especial en Túnez, lograron aprovechar el legado de los jeques Ben Badis y Al Khattab y rápidamente abandonaron el llamado a crear una constitución basada en la Sharia. Para ellos, el modelo turco encabezado por Recep Tayyip Erdogan es la mejor opción para lidiar con los problemas constitucionales.
La tarea no se ve fácil para Morsi y la Hermandad Musulmana en Egipto. Morsi está rodeado de salafistas de línea dura quienes tratan de superarlo en la extrema derecha como los “auténticos representantes” del Islam. Por otro lado está la coalición de movimientos nacionales y liberales, incluidos los miembros del antiguo partido de Mubarak, quienes están “unidos en contra del confuso ‘Proyecto Islámico’”, de acuerdo con el coordinador de la oposición, Mohamed El Baradei.
Se podría argumentar que el decreto constitucional de Morsi desencadenó una crisis y que el proyecto está lejos de ser perfecto , en especial para las mujeres y las minorías. Puede que sea un error, pero es un error político cometido por el primer presidente egipcio elegido libremente.
Lo más importante en esta “primavera” es poner atención a que quienes fueron catalogados como “radicales” durante décadas están buscando una estructura constitucional para los conflictos políticos internos. Sin embargo, quienes observan la escena desde Occidente deben tener presente que la evolución constitucional en Europa fue un proceso más lento e igualmente complicado.