"Pensé que iba a morir... tenía un montón de rocas encima"
La tarde del pasado 19 de septiembre, María de Jesús Flores Vázquez, su madre, su abuela y una veintena de personas se encontraban en misa en la iglesia de Atzala, Puebla, cuando la tierra empezó a moverse y las paredes comenzaron a crujir.
A más de un mes del sismo —que solamente en Puebla dejó un saldo de más de 40 muertos—, la joven de 21 años se recupera de sus heridas y cuenta cómo ella y sus familiares intentaron huir del lugar, pero la voz de un hombre que les pidió quedarse a rezar por sus pecados las hizo dudar e impidió que evacuaran el recinto a tiempo.
En pocos segundos, el techo del templo construido en el siglo XVI se desmoronó y los escombros atraparon a la mayoría de los presentes. Únicamente lograron escapar del derrumbe el sacerdote, Néstor, así como sus dos sacristanes, Lorenzo y Sergio.
Los feligreses —quienes habían acudido a un bautizo— quedaron sepultados por piedras, cemento y rocas. Sin embargo, unos cuantos tuvieron la suerte mantenerse conscientes y poder gritar para pedir ayuda a los campesinos que se aproximaron a la zona en busca de sobrevivientes.
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“Escuché voces, estaban levantando piedras. Yo pedí auxilio, me escucharon. Alguien dijo: ‘Aquí hay personas vivas enterradas’”, recuerda María, convencida de que se salvó gracias a que su mamá, Aurelia, la empujó hacia una mesa.
Debajo de ese mueble, consiguió protegerse y evitar recibir golpes mortales en la cabeza, si bien no en el resto del cuerpo.
“Yo pensé que iba a morir porque estaba bien adolorida. Tenía un montón de rocas encima”, relata la mujer, quien lamenta que su madre y su abuela, Fidelia, no pudieron tener su misma fortuna.
“A mi mamá la sacaron abrazándome… Mi abuelita estaba entre mis piernas”, dice María con la voz entrecortada, mientras convalece en casa de su madrina, Francis, de las cirugías que tuvieron que practicarle por las heridas que sufrió.
En cama, María dice desconocer a cuántas operaciones fue sometida. Solamente recuerda que los médicos le informaron que le sacaron coágulos del estómago y que debieron colocarle dos clavos en la rodilla derecha.
Ahora, la joven debe esperar tres meses para que le digan cuándo puede iniciar su rehabilitación y si podrá o no volver a caminar con normalidad. Y aunque reconoce que los ruidos la alteran, que le cuesta conciliar el sueño y que con frecuencia siente que vuelve a temblar, asegura que anhela recobrar las fuerzas pronto para estudiar Medina y salvar vidas en tragedias como la que ella misma padeció.
De todas las personas que quedaron sepultadas en la iglesia de Atzala, únicamente María e Ismael Torres Escamilla pudieron sobrevivir. Doce pobladores murieron en el siniestro, entre ellos familiares directos de María y la esposa y las hijas de Ismael.
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Graciano Villanueva también perdió a los suyos en los escombros del templo.
A mes y medio del siniestro, el hombre no encuentra consuelo y lamenta no haber llegado a tiempo a la iglesia donde murieron su esposa, Carmela Meresis Ramírez; sus dos hijas, Feliciana y Susana; los esposos de ambas y sus nietos.
“Todo el pueblo le hicimos la lucha para rescatarlos, pero ya no se pudo. Sacamos sus cuerpos”, dice Graciano, quien les puso un altar y todos los días lleva flores a sus tumbas en el panteón de la comunidad.