OPINIÓN: ¿Y si nuestro presidente gobernara durante 42 años?
Nota del editor: Sarah K. Cowan es estudiante de doctorado en sociología y demografía de la Universidad de California, Berkeley.
BERKELEY, California (CNN) — Moammar Gadhafi ha gobernado Libia durante 42 años . En Estados Unidos, sería equivalente a que Richard Nixon siguiera siendo presidente en lugar de haber dejado el cargo en 1974.
Si Estados Unidos tuviera el tipo de gobierno de Libia, nunca hubiéramos ganado "una por el Gipper", ni leído los labios de George W. Bush, ni sabido quién era "esa mujer", ni declarado "misión cumplida".
En una democracia saludable, los ciudadanos ven pasar a múltiples líderes por el gobierno durante su vida. Estos les permite comparar líderes, formar preferencias políticas y participar de manera significativa en el proceso político al votar en elecciones verdaderamente competitivas.
Sin embargo, en muchos países una gran parte de la población ha vivido con un solo gobernante. El 79 % de los libios ha pasado su vida entera bajo el régimen de Gadhafi. Antes de la revolución en Egipto , el 60 % de los egipcios había vivido toda su vida bajo el régimen de Hosni Mubarak . El 61 % de los zimbabuenses ha conocido únicamente el reinado de Robert Mugabe .
En contraste, la presidencia más prolongada en Estados Unidos fue la de Franklin D. Roosevelt, quien fue electo en cuatro ocasiones para sumar un total de 16 años, de los cuales pasó 12 antes de su muerte. Mientras había un claro respaldo a un período tan largo, también existían dudas. Tras la muerte de Rooselvelt, el apartado de la Enmienda 22 estableció un límite de dos períodos de cuatro años para un presidente.
Hay dos factores que llevan a una situación en la que gran parte de la población de un país sólo conoce a un gobernante. Primero, el líder de estos países ha permanecido en el poder durante décadas, ya sea ignorando o eliminando (o nunca estableciendo) límites a los períodos de gobierno.
El segundo factor se relaciona con la dinámica poblacional –estos países cuentan con poblaciones jóvenes. La edad media –aquella donde la mitad de la población es más joven y la otra mitad más vieja– en Angola es de 18; en contraste, la edad media en Estados Unidos es 37.
El 20 % de la población en Mozambique ha vivido su vida entera bajo el régimen de Armando Guebuza y todos tienen menos de 7 años. La población es muy joven porque las mujeres en Mozambique tienen muchos hijos –más de cinco en promedio– y la gente muere joven –a los 48 en promedio. (La edad de la población puede tener un efecto poderoso en estos cálculos: si Libia tuviera el mismo perfil de edad que la población estadounidense, el 57 % de la población habría conocido a Gadhafi como el único líder durante sus vidas, contra el 79 % que efectivamente lo ha hecho).
Parte del daño que pueden hacer los dictadores en largos períodos a sus países es evidente en Libia. Como comentó Dirk Vandewalle en un artículo publicado en CNN en febrero: “Más allá de Gadhafi y un pequeño círculo de confidentes no hay más que un enorme vacío político y social. No hay grupos organizados dentro de la sociedad libia ni un liderazgo más joven que pueda asumir responsabilidades políticas”.
Para determinados países el tener a líderes en el poder durante largos períodos podría tener beneficios. Varios estudiosos argumentan que, por ejemplo, bajo las condiciones adecuadas, esto puede ser benéfico para el crecimiento económico. Pero muchos críticos argumentan que el resultado de las largas dictaduras en Medio Oriente ha sido un crecimiento raquítico de las economías de los países de la región.
Más allá de si los largos períodos de gobierno son benéficos para las economías o no, lo cierto es que violan los principios democráticos. Es una característica que distingue a las democracias de regímenes autoritarios; en una democracia, el líder cambia en períodos razonables de tiempo. Los límites en los períodos de gobierno, los votos de confianza en sistemas parlamentarios y elecciones periódicas y justas son los medios para evitar tener “presidentes vitalicios”.
Las opiniones expresadas en este artículo corresponden exclusivamente a Sarah K. Cowan.