OPINIÓN: Clasismo y racismo, sinsentido de la democracia
Nota del editor: Ricardo Bucio Mújica es Presidente del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred). Puedes seguirlo a través de su cuenta de Twitter @ricardobucio.
(CNNMéxico) —Hechos de violencia y clasismo que recientemente hemos conocido por las redes sociales y los medios de comunicación son una oportunidad para reflexionar y llamar la atención sobre el preocupante problema de la discriminación por condición social en México.
Hace apenas unos días, causó controversia en redes sociales la agresión sufrida por Hugo Enrique Vega, un valet parking, a manos de su empleador, el empresario Miguel Moisés Sacal Smeke. El hecho fue consignado por las cámaras de seguridad del lugar.
Según datos de la Encuesta Nacional sobre Discriminación en México (Enadis) 2010, el primer factor de división de la sociedad mexicana es la riqueza: 59.5% dice que la riqueza divide "mucho", 26.6% piensa que "poco", y 12.5% señala que "nada". Las personas de sectores socioeconómicos medio alto y alto son quienes en mayor porcentaje perciben que la riqueza ocasiona más divisiones.
En esta encuesta, aplicada a personas de todos los estratos socioeconómicos, niveles educativos y rangos de edad, en 1,300 localidades y 301 municipios, las y los mexicanas perciben que, en algún momento, no han sido respetados sus derechos por: "no tener dinero" (31.6 %), su "apariencia física" (24.5%), "edad" (24.1%) y "sexo" (23.3%). Además, 60% de personas piensan que en México existe un trato desigual en razón del tono de piel.
Esto nos habla de la vigencia del clasismo –que se suma generalmente con racismo- en nuestro país, fenómeno que comprende un conjunto de prejuicios y discriminación con base en la pertenencia a un nivel socioeconómico, que permanece muy enraizado en la mayoría de la población.
Al clasismo, y al racismo, se le suma la violencia. Nos indignan socialmente las situaciones como la sufrida por un valet parking a manos de un empresario, y es de cuestionarse el por qué siguen aconteciendo en una sociedad que se considera democrática y que tiene índices crecientes de violencia física, maltrato y golpes contra mujeres y niños y niñas.
La Enadis 2010 también señala que un altísimo porcentaje de mexicanas y mexicanos (94.8%) cree que se golpea a las mujeres en el país: "mucho" (62.8%), "algo" (22.6%) y "poco" (9.4%).
Al clasismo, el racismo y la violencia se suma la impunidad. ¿Por qué el caso mencionado tiene una atención importante seis meses después de ocurrido? Se trata de un caso que debería transcurrir, en los términos del debido proceso, de manera regular y eficiente por el sistema de procuración y administración de justicia.
Incluso es un caso, al existir conductas que denigran, humillan y desprecian a una persona en razón de su condición social, y laboral, de un asunto de discriminación. Pero no existe ni la cultura ni los procedimientos ni las capacidades en el sistema de justicia, —para no suponer que tampoco la voluntad—, de sancionar por discriminación. En el Distrito Federal y en otras 12 entidades federativas, la discriminación está tipificada como delito, pero nunca ha habido una sentencia por este motivo.
Según el artículo 206 del Código Penal para el DF, ante un acto como el cometido, podría imponérsele al agresor la sanción “de uno a tres años de prisión o de 25 a 100 días de trabajo en favor de la comunidad y multa de 50 a 200 días”.
En esta dificultad de acceder a la justicia, ¿tiene que ver la condición social del demandante y la del demandado? Durante estos días, he escuchado y leído reflexiones en medios informativos y en redes sociales en torno a qué habría pasado si el empleado hubiera sido el agresor.
Aunque no sepamos exactamente qué habría pasado, sí podemos presuponer que no hubiese sucedido lo mismo. Por una serie de prejuicios culturales y de criterios de discriminación que supone el clasismo, hay una diferencia también en materia de acceso a la justicia. Por ello el caso mencionado es una oportunidad para repensar cómo hemos ido construyendo una sociedad en donde las distinciones desventajosas e irracionales que supone la discriminación, no permiten que en los hechos podamos vivir en igualdad.
La indignación frente a estos casos debe ayudarnos a pensar cómo asumimos de manera compartida la responsabilidad de generar un contexto que propicie la igualdad, el respeto y la inclusión. Cómo disminuimos tantas formas de desigualdad y de indignidad que a lo largo de los años generamos y naturalizamos. Cómo nos damos cuenta de que no se trata de casos aislados sino que son reflejo y consecuencia de múltiples debilidades del sistema social y político que aún no alcanza a poner en el centro los derechos de las personas.
Y es posible. La discriminación es una construcción social, no una característica genética. Y como tal puede construirse a partir de decisiones legales, de políticas públicas, de mecanismos expresos para incidir en la cultura social, como ya lo han hecho exitosamente otras sociedades. Pero se requiere voluntad, sobre todo de la sociedad. De cada persona, de ti y de mí. Para que así como apagamos la luz y cerramos la llave para combatir el cambio climático, evitemos prejuicios, cambiemos expresiones, afinemos el respeto y pensemos cómo generar igualdad en nuestro entorno cercano. Para que asumamos socialmente que la dignidad humana es inalienable, y ello no depende de si estamos de acuerdo o no.
Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Ricardo Bucio Mújica.