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OPINIÓN: Emmanuel Lubezki y el arte de ejercer la 'sutil rebeldía'

Al 'Chivo' Lubezki no sólo se le reconocen sus cinco nominaciones al Oscar como fotógrafo, sino también su sencillez y personalidad
sáb 25 febrero 2012 10:17 AM
emmanuel lubezki
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Nota del editor: Juan Carlos Rulfo fue director y fotógrafo de la película En el hoyo. Tiene tres Arieles de plata y recibió el Premio del jurado del Festival de Sundance en 2006, entre otros reconocimientos.

(Life & Style) — ¿Emmanuel? ¿Quién es? ¡Aaahh! el Chivo.

Así le decían desde antes de que yo lo conociera. Fue hasta la secundaria, incluida toda la preparatoria, cuando convivimos como parte de la misma generación. Era el Centro Activo Freire, o el Freire, para todos. Y es que ahí a nadie se le conocía por su nombre. Era un verdadero zoológico: el Pollo, el Sabueso, el Tucán, el Araña, el Bagre, el Condorito, etc. Y de entre todos ellos, no podía faltar el Chivo.

Y todavía lo conocen así, pero con su apellido; y lo curioso es que deja el recuerdo de su apodo por donde quiera que se le busque, ése es Emmanuel, el Chivo Lubezki.

Los primeros recuerdos que tengo de él, y estarán de acuerdo quienes lo conocieron en esos años,  tienen que ver con la música. Pero una cosa es el gusto y las necesidades musicales en tiempos de adolescencia, y otra muy particular es aquella que se escuchaba en la escuela.

Esto ya fue hace algunos años. Duele decirlo porque parece que fue ayer. Corría la segunda mitad de los años 70 cuando por los pasillos del Freire se escuchaban los ecos de dos voces chillonas que cantaban temas clásicos de los Beatles y de Les Luthiers. Se trataba de el Chivo y el Condorito, es decir, Emmanuel Lubezki y Santiago Ojeda, quien desde entonces ya era un gran guitarrista, intérprete y compositor.

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Tenían una banda de rock que se llamaba “Las aves de rapiña”. El Chivo tocaba el bajo... ¿o la guitarra? No recuerdo bien, pero el asunto era divertirse y seguir a coro las interpretaciones de nuestro grupo.

Una de las ideas que me vienen a la cabeza con motivo de lo anterior es la libertad. Lo pienso porque dentro de las cosas que envidié de la adolescencia es lo que puedes hacer para seguir adelante sin atorarte o sin tomarte en serio muchas cosas. Por supuesto que todos sufrimos los clásicos bandazos de los amores desgarradores que nos trajeron cacheteando las banquetas de aquellos tiempos, pero había algunos que sabían darle ligereza a los pasos cotidianos, como el Chivo.

En un principio hablaba de la música, asunto importantísimo, pero para cantar así, o para jugar así, o para mentarle la madre a alguien se necesita un ingrediente escaso en la vida, y se llama “buena mala leche”. ¿La buena mala leche? Tiene una definición muy sencilla.

Y es el que puedas ser como eres, y decir lo que piensas sin pelos en la lengua y que todo resulte hasta cómico; que le puedas mentar la madre a alguien y que al final te den las gracias. ¿Se trata de humor? No sé. Pero es una virtud, una característica de la libertad. Y es que el Chivo dejó sembrado en mi entendimiento algo que siempre recuerdo: la actitud ante las cosas.

Jugar con la música como lo hacía fue el primer paso. Después lo perdí de vista hasta que coincidimos en los territorios del cine.

Eran principios de los 90. Recuerdo que yo trabajaba de extra en la película Dunas, de David Lynch, que se filmaba en los Estudios Churubusco. Un día de esos vi pasar a toda prisa una bola de pelos desordenados. Corrían a gran velocidad brincando a destiempo. Cuando por fin pude ver quién era y lo reconocí, de él mismo salió la voz ésa, ya más añeja que dijo: “¡Pollo!” –porque así me decían–.

Lo saludé con mucha emoción. Le hice la clásica pregunta sobre lo que estaba haciendo, y me dijo que venía deslumbrado porque estaba probando unas luces y que de tanto verlas veía puntitos en el aire. Se veía un poco fatigado, pero la emoción en su cara pálida y pecosa se me quedó pegada en la memoria como uno de esos puntitos de luz que él veía por tanto lamparazo.

Un año más tarde, estaríamos filmando el primer largometraje de Alfonso Cuarón como director, y el primero del Chivo como fotógrafo, Sólo con tu pareja. Era 1991. Participé como asistente de cámara de la segunda unidad al lado de Rodrigo Prieto. Cuarón y el Chivo eran, fueron, y son muy amigos. Solamente ellos conocen sus maneras para comunicarse. Han trabajado juntos en casi todo lo que han hecho. Pero lo que el Chivo hace es escuchar, asentir y, luego, salirse con la suya. Aplica el clásico: “Sí, pero no te digo cómo ni cuándo”.

Lo hace y al final termina proponiendo algo mucho mejor que lo que originalmente estaba sugerido. Esto es muy importante en la independencia creativa de una persona que sabe lo que hace porque lo entiende y puede ver más allá. Y aquí sobran las adulaciones. Todavía no he trabajado con él, pero lo que importa decir es que sigue jugando como cuando lo hacía con la música. La capacidad lúdica es algo que tenemos que desarrollar para volvernos independientes y únicos.

Luego lo he visto poco; sus visitas a México son esporádicas: sólo viene a visitar a sus padres o a trabajar en algún comercial. Y, por si fuera poco, salvo Y tu mamá también, de Alfonso, o lo que ha hecho con Rodrigo García, no ha trabajado con otros mexicanos. Lo cual es extraño. Alguna vez me dijo que nadie lo llamaba, y que era una lástima, pues él estaría encantado de que lo invitaran a participar en más proyectos.

Después lo he seguido como todos en sus nominaciones al Oscar, que siempre han sido muy emocionantes y muy merecidas. Lo que me llena de orgullo y encanto es saber que, finalmente, todo se le debe a esa actitud ante la vida, que construye la parte más simple pero fundamental del profesional: su sencillez.

Este texto se publicó originalmente en la revista Life & Style del mes de febrero de 2012.

Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Juan Carlos Rulfo.

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