OPINIÓN: Patrones y señales de alerta en los tiroteos escolares
Nota del Editor: Katherine S. Newman es la decano de James B. Knapp, de la Escuela de Artes y Ciencias en la Universidad Johns Hopkins, y coautora de “Rampage: The Social Roots of School Shootings” (Basic Books, 2004).
(CNN)— ¿Cómo podría pasar aquí? Esta es la pregunta que llena a los residentes de Newtown, Connecticut, un pueblo de retrato con buenas escuelas, calles tranquilas y un fuerte sentido de comunidad. Pero es en pueblos pequeños como Newtown donde ocurre el 60% de las masacres por tiroteos en escuelas de Estados Unidos. Lejos de los grandes centros urbanos, donde la violencia con armas es común, estas comunidades generalmente son muy seguras. Pero más más frecuentemente, son los lugares donde ocurren este tipo de tragedias.
Mi equipo de investigación se pasó dos años tratando de entender las masacres de tiroteos en escuelas. Pasamos varios meses en Kentucky y Arkansas, dos ciudades que habían sido escenario de tiroteos a finales de la década de 1990. Entrevistamos a los vecinos, amigos, instructores, entrenadores y profesores de catecismo de los tiradores. Hablamos con la gente que los había visto en la cárcel después de los tiroteos. Peinamos los récords de cada tiroteo de este tipo en Estados Unidos desde la década de 1970 buscando patrones. Y mientras que cada tragedia tiene su propia anatomía, salió una imagen que tiene sentido sociológico y probablemente tiene una repercusión en el caso de Newtown.
Los tiroteos nunca son espontáneos. Son planeados, muchas veces con meses de anticipación. Aún no sabemos si el asesino de Newtown, Adam Lanza, dio alguna señal, pero en los episodios que estudiamos, muchas veces los tiradores comentaron con sus amigos —muchas veces de una manera ambigua y sin detalles— lo que estaban pensando.
Un motivo por el que los tiradores actúan es porque están tratando de resolver un problema. A pesar de que muchas veces son muchachos inteligentes y con un alto desempeño, sus compañeros tienden a verlos como perdedores, poco atractivos, débiles y afeminados. En una cultura escolar que valora las proezas deportivas o los triunfos académicos, ellos se enfrentan con el rechazo. Los tiradores raramente son solitarios, pero en cambio sus uniones a grupos suelen ser fallidas, y su experiencia social diaria está llena de fricciones. Ya que están casi siempre enfermos mental o emocionalmente, esos rechazos —tan comunes en la adolescencia— toman gran importancia y se convierten en una fijación. Desairados después de tratar de juntarse con grupos de amistades, buscan maneras de llamar la atención, de revertir sus imágenes dañadas.
El tiroteo es el último acto de un drama largo: una búsqueda de la aceptación y el reconocimiento. Los actos anteriores fallaron miserablemente. Pero una vez que el tirador empieza a hablar de matar gente, el aislamiento se puede convertir en una inclusión. De pronto, tiene la atención que ha deseado. Michael Carneal, que mató a tres muchachas de preparatoria y paralizó a una cuarta cuendo era un recién ingresado en la preparatoria de Kentucky, hizo travesuras, contó chistes tontos en voz alta y se robaba CDs en un intendo de impresionar. Nada funcionó. Pero el día que empezó a hablar acerca de matar gente, eso empezó a cambiar. El grupito gótico al que él esperaba unirse volteó a verlo por primera vez.
Carneal nunca pensó que sus acciones destruirían vidas o que dejaría a sus vecinos en un luto de por vida. Al entrevistarlo después del juicio dijo que pensó que por fin esos muchachos se harían sus amigos. Lo invitarían a sus casas y lo visitarían. Sería cool. Era un muchachito flaco de 13 años con lentes, un joven brillante al que le gustaba leer y que era terrible para el futbol.
Ve las fotos de Seung-Hi Cho, el tirador en Virginia Tech que mató a 32 personas, y verás espantosas similitudes con lo que reportaron que usó Lanza: una máscara, ropa militar, varias armas listas para disparar. Muchos de estos jovencitos están tratando de reclutarse a sí mismos como estrellas de una película que acaba con una ráfaga de balazos suicidas y notoriedad. Nuestra investigación de tiroteos anteriores mostraron que el ataque es en una escuela porque es escenario central en un pueblo pequeño, donde los hombres jóvenes pueden llamar la atención de toda la comunidad.
Si hay tantas pistas, ¿por qué no las ven más personas? Profesores de preparatoria ven a los estudiantes menos de una hora al día, y raramente comparan notas con otros colegas, hasta cuando ven un comportamiento problemático. Muchas veces no documentan las infracciones, prefieren tratar los problemas en sus propios salones de clases.
Los compañeros, por otro lado, sí escuchan cosas. ¿Por qué no dicen algo?
Primero, la señal es ruidosa. Michael Carneal siempre estaba diciendo tonterías. Le explicaba a sus amigos potenciales que ya verían “quien viviría o moriría el lunes”. Mitchell Johnson, quien junto con Andrew Golden, mató a cuatro niños y a una profesora en una secundaria de Arkansas, le dijo a sus amigos que “huiría de los policías”. Cuando lo pensaron, ellos reconocieron que les estaba telegrafiando sus intenciones. Pero en esa época, la mayoría no sabía qué pensar de lo que les decía. Algunos tomaron las advertencias de Michael Carneal tan seriamente que no fueron a la escuela ese lunes. Pero ninguno de los estudiantes en cualquiera de esas escuelas que escucharon las amenazas escondidas las reportaron a ningún adulto.
No sabían interpretar las señales. En el contexto de comentarios tontos a los que estaban acostumbrados ¿Cómo podrían reconocer que estas eran verdaderas señales de advertencia? Cruzar la brecha generacional que divide a los niños de los adultos en la adolescencia temprana es socialmente peligrosa. ¿Por qué arriesgar ser catalogado como chismoso o como el consentido de la maestra cuando no sabes si esos comentarios locos realmente significarían algo?
Este dilema es la raíz para prevenir los tiroteos en las escuelas. La aplicación de la ley nunca podrá responder lo suficientemente rápido para parar los tiroteos que muchas veces sucede en segundos. Es por esto que tenemos que encontrar maneras para que las personas que escuchen rumores escabrosos o amenazas las puedan reportar a quienes las pueden investigar e intervenir. Y aunque ahora no sabemos muy bien si alguien conocía las intenciones asesinas de Adam Lanza, no nos sorprendería si resulta que había personas en su círculo social que tenían una pista, así fuera pequeña o increíble. Entraría dentro del patrón de lo que vimos en casi todos los demás tiroteos en las escuelas estadounidenses.
¿Ayudaría el control de armas? Sí y no. Sí porque todo lo que minimiza los esfuerzos de un Carneal o de un Johnson a usar armas hará más difícil cometer una masacre y desalentará a los que están dudosos. Si Adam Lanza hubiera tenido que hacer muchas más cosas para poder hacerse con un arma, a lo mejor se le hubiera acabado la energía física para hacer lo que hizo. Parece que no tuvo problemas porque las armas pertenecían a su madre, estaban registradas y eran legales. Por qué le permitimos a los civiles tener instrumentos letales que confunden a millones de ciudadanos y serán el objeto de un debate sobre si los políticos pueden superar las barreras que no han dejado hacer una buena reforma.
Pero el control de armas no es suficiente. Una persona determinada encontrará la manera. Andrew Golden y Mitchell Johnson llevaron un soplete a una caja fuerte para agarrar las armas que sabían que estaban ahí. Eso falló, pero encontraron pinzas de alambre con las que pudieron cortar los cables que mantenían la colección de armas del abuelo de Golden fuera del alcance de las manos equivocadas. Las personas que están tan decididas a tener armas serán muy difíciles de parar. Ese no es un punto en contra del control de armas porque miles de muchachos trastornados no son tan determinados, son ambivalentes. Es por eso que el control de armas es un paso necesario, pero no suficiente.
Aunque no podamos parar todas estas tragedias, podemos bajar su cantidad al asegurarse que los adultos estén disponibles para que los niños puedan confiar en ellos, asegurándoles su privacidad una vez que tomen el riesgoso paso de contar lo que saben. Podemos darles oportunidades a muchachos como Michael Carneal para que encuentren un espacio social donde no tengan que depender de proezas atléticas o de una cara bonita.
Si los reportes de sus amistades de la infancia prueban ser correctos, Adam Lanza pudo haber pasado por algo similar. Los niños pueden ser muy crueles y muchas veces puede que no sean tan valientes como para hacerse responsables de haber causado aislamiento, especialmente porque no lo saben —y no pueden echarles la culpa— por las consecuencias extremas del daño emocional que podrían estar causando.
Sin embargo, al final, habrá muchachos conflictivos y algunos se convertirán en asesinos. Mientras que podamos capturar las señales de advertencia que le mandan a sus compañeros, vamos a poder hacer todo lo que podamos para pararlos en seco, aunque no siempre tengamos éxito.
Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Katherine Newman.