OPINIÓN: Uso de armas químicas, un 'legado' de la Primera Guerra Mundial
Nota del editor: Este es el quinto artículo de una serie sobre el legado de la Primera Guerra Mundial que se publicará en CNN Opinión durante las semanas previas al 100º aniversario del estallido de la guerra en agosto. Ruth Ben-Ghiat es editora invitada en esta serie. Paul Schulte es profesor honorario en el Instituto para el Conflicto, la Cooperación y la Seguridad de la Universidad de Birmingham. Fue director de proliferación y control de armas en el Ministerio de Defensa británico y comisionado de la ONU para el desarme en Iraq.
(CNN) — La Primera Guerra Mundial dio paso a una era de uso de armas químicas que persiste, letalmente, hasta el día de hoy.
Los alemanes recurrieron a los ataques con armas químicas contra los ejércitos franceses, argelinos, británicos y canadienses en los alrededores de Ypres (sitio de los combates más encarnizados de la guerra) en abril de 1915, y presagiaron un mundo en el que las armas de destrucción masiva se transformarían cuando menos en un miedo de fondo latente y a menudo en una fuente de terror intenso.
La Primera Guerra Mundial, que empezó hace casi 100 años, relacionó a la ciencia con los asesinatos en masa y sentó un precedente duradero a pesar de los tratados preventivos como la Convención de la Haya de 1900. El progreso científico ahora traía consigo miedo, además de esperanzas.
Los otros países combatientes respondieron al máximo y desarrollaron rápidamente combinaciones de venganza, y tecnologías y procedimientos protectores.
Tal vez hubo un millón de víctimas de los ataques químicos y se obtuvieron pocas ventajas militares. Aunque al final la cifra de muertes se mantuvo relativamente baja (unos 90,000 en total), hubo y sigue habiendo una gran aversión a la muerte lenta y agónica que sigue al daño a los tejidos provocado por las innovaciones como el gas mostaza, o a ahogarse por la destrucción de los pulmones.
Muchos sobrevivientes quedaron ciegos o con discapacidades permanentes. Es imposible calcular la ansiedad, la aprensión, el miedo al gas y sus consecuencias psiquiátricas a largo plazo. Tal vez ayudaron irremediablemente a intensificar la psicopatía de Hitler mientras rumiaba su rencor en un hospital militar durante el Armisticio, temporalmente ciego por el gas mostaza de los británicos.
Más tarde, con el Protocolo de Ginebra sobre el Gas de 1925, el mundo trató de abordar el problema de las armas de destrucción masiva (ADM) a través de una promesa colectiva de "no iniciar el uso de armas químicas o bacteriológicas"; esa promesa se respaldó con arsenales no controlados, cosa que se esperaba que disuadiera a los firmantes de violar el tratado ante la amenaza horriblemente posible y conocida de las represalias.
Esa apuesta se mantuvo a duras penas en la Segunda Guerra Mundial, pero no en las campañas unilaterales subrepticias (o convenientemente ignoradas) que España, Italia, Japón y Egipto emprendieron en escenarios remotos como Marruecos, Etiopía, China y Yemen.
Las investigaciones secretas continuaron y se crearon gases neurotóxicos más eficaces —como los que las fuerzas de Saddam Hussein usaron descaradamente en la década de 1980 en contra de los iraníes y los kurdos— sin que la comunidad internacional reaccionara. Sin embargo, la luna de miel internacional que siguió a la Guerra Fría permitió que se negociara la eliminación total, monitoreada y supervisada de todos los arsenales químicos y de las instalaciones de producción de acuerdo con la Convención sobre Armas Químicas de 1998.
Sin embargo, la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias sentaron precedentes desalentadores.
Aunque en el Tratado de Versalles de 1919 se prohibió que Alemania tuviera armas químicas, este país conservó clandestinamente una capacidad formidable.
Sus especialistas efectuaron ensayos conjuntos y establecieron centros de investigación en la URSS; se volvieron pioneros en toda clase de agentes neurotóxicos. Desde entonces, los políticos se siguen preocupando por las violaciones a los tratados de control de armas (particularmente con la ayuda de terceros) y se han vuelto una prioridad para los servicios de inteligencia.
Ahora sabemos que durante la Primera Guerra Mundial, los agentes alemanes trataron sistemáticamente de infectar al ganado de los aliados con muermo (una enfermedad bacteriana grave que se transmite a los humanos pero que afecta principalmente a los caballos y a las mulas).
Este fue el insidioso —aunque afortunadamente no muy exitoso— origen de la guerra biológica científica clandestina que, a pesar de la violación evidente e imposible de verificar de la Convención sobre Armas Biológicas y Toxinas de 1971, persiste como una pesadilla de seguridad imposible de erradicar.
Así, seguimos respirando parcialmente la nube venenosa de color amarillo verdoso que el ganador del Nobel, Fritz Haber, desarrolló tenazmente y que los generales del Alto Comando Alemán, enfrascados en la primera Guerra Total científica, autorizaron con recelo. Clara (la esposa de Haber) y Hermann (uno de sus hijos) se suicidaron —aparentemente por vergüenza y repulsión—, lo que al parecer agrega víctimas a esta innovación.
El que Haber usara el cloro con fines bélicos en la Segunda Batalla de Ypres dio paso a un periodo de dinamismo tecnológico destructivo que perdura hasta nuestros días, época en la que, como Bertolt Brecht señaló:
"Los asesinos salen de las bibliotecas.
Las madres esperan de pie, sin esperanzas,
Abrazan a sus hijos mientras escudriñan el cielo
En busca de las invenciones más recientes de los científicos".
Y hoy, las malas noticias continúan.
Las madres siguen escudriñando el cielo en busca de sustancias químicas.
El cloro ha vuelto.
Luego de que murieran 1,400 personas a causa del eficaz gas sarín en los suburbios de Damasco que estaban bajo el control de los rebeldes, el gobierno sirio accedió a adherirse a la Convención de Armas Químicas de 1998 y a cooperar en su desarme químico para evitar los ataques punitivos de Estados Unidos.
Antes de que ese proceso terminara, a principios de 2014 surgieron constantes reportes de nuevos ataques con cloro, sustancia que se usa para purificar el agua y que por ser un químico industrial no puede extraerse del país, aunque su uso contra humanos está incuestionablemente prohibido. La letalidad del cloro, aún en contra de civiles indefensos, podría ser insignificante de acuerdo con los estándares modernos, pero su eficacia sigue siendo aterradora.
Aunque estaba claro que Alemania fue culpable de los ataques con gas en Flandes hace 100 años, la ONU aún no logra ponerse de acuerdo —ni hacer una investigación formal — sobre cuál de las partes ha perpetrado ataques químicos de cualquier clase en la prolongada guerra civil en Siria.
La guerra química se penalizó universalmente en septiembre de acuerdo con la Resolución 2118 del Consejo de Seguridad de la ONU. Sin embargo, la eliminación definitiva e incluso la penalización del uso homicida de las sustancias químicas en hechos de violencia organizada es un problema diplomático, además de legal, técnico y militar.
Resulta que algunos de los procederes internacionales respecto a los ataques químicos siguen siendo tan tóxicos como en 1915.
Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Paul Schulte.