OPINIÓN: Las circunstancias que formaron al 'Chapo' Guzmán

El narcotraficante enfrentó condiciones adversas de violencia y pobreza en su infancia en la comunidad de La Tuna, en Badiraguato

Nota del editor: Pablo Majluf es periodista y maestro en Comunicación por la Universidad de Sydney, Australia. Escribe sobre comunicación y cultura política. Es coordinador de información digital del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY). Las opiniones de Majluf son a título personal y no representan el criterio o los valores del CEEY. Síguelo en su cuenta de twitter  @pablo_majluf

(CNNMéxico)– Respecto a Joaquín el Chapo Guzmán, hemos ignorado el sabio aforismo de Ortega y Gasset: "el hombre y sus circunstancias".

En medio de una reaprehensión escandalosa, el periodismo nacional esconde lo que la literatura y la historia ofrecen. Novelistas como el sinaloense Elmer Mendoza (Balas de Plata; El Efecto Tequila) o historiadores como Froylán Enciso (Arbitrariedades en la Tierra del Chapo) han especulado sobre lo terriblemente desoladora que debió ser la infancia de nuestro enemigo público favorito; las condiciones tan adversas –desde materiales y políticas, hasta culturales y psicológicas– que dieron forma a su realidad.

Echarle la culpa a la sociedad por las acciones de un criminal, aun para el más experimentado de los psicólogos criminales, es aventurado. Los mismos criminólogos discrepan entre diversos postulados de teoría criminal, por ejemplo, entre si un criminal es víctima de sus condiciones biológicas –casi a nivel neuronal– o si es moldeado por sus experiencias de vida, como diría el filósofo Hume. Pero no sobra poner sobre la mesa algunos datos que, sin pretender quitarle responsabilidad a Guzmán, o victimizarlo, nos deberían preocupar. Presentar una retrospectiva no sirve tanto para buscar causas, sino entender posibles realidades.

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Como relaté en un artículo para la revista México Social ("El crimen organizado: ¿recurso de movilidad social?"), el Chapo nació en 1957 en La Tuna, un pueblito de 200 personas en la cabecera municipal de Badiraguato, en la mera sierra de Sinaloa, ápice del famoso triángulo dorado y corazón del narcotráfico en México.

Según el INEGI, el propio Badiraguato –no se diga La Tuna– es de los 200 municipios más pobres de México; y según el CONEVAL, 75% de su población vive en algún tipo de pobreza, un tercio del cual, en condiciones extremas.

Si usted no se lo imagina, estamos hablando de un pueblito sumergido en una pobreza avasalladora, desprovisto de posibilidades educativas, culturales, profesionales y económicas. Un comal abandonado a su suerte donde la única forma de producción es la agricultura y, dentro de ésta, la más rentable es el cultivo de amapola y marihuana. 

Si no fueran suficientes los 97 kilómetros que separan a la escuela más cercana, súmele usted escasez de agua corriente y desagüe, casas sin piso y en ese entonces probablemente sin luz; ningún hospital, ningún centro recreativo, ninguna institución de representación política. Nada. Como dijera alguna vez un miembro del equipo de un exalcalde de Badiraguato, relatado en el libro de Malcolm Beith, El Último Narco, “¿para qué querría uno ir a La Tuna? Está jodido allá".

Desde muy chico, el Chapo convivió con la violencia en dos ámbitos, el familiar y el social. En el primero, un padre supuestamente alcohólico, misógino y golpeador a quien el Chapo asiduamente confrontaba en defensa de sus hermanos; un hombre que gastaba todos los recién ganados ingresos de la familia en mujeres y alcohol. Los testimonios de Zulema Hernández, examante del Chapo, narrados por Beith, relatan las memorias de un niño frecuentemente golpeado y abusado física y psicológicamente –demonios que, ya de adulto, regresaban a atormentarlo.

En el segundo ámbito –el social– un mundo ostensiblemente cruel. En Arbitrariedades en la Tierra del Chapo, Froylán Enciso cuenta la brutalidad con la que el Ejército, desde tiempos de Echeverría, desplegaba sus operativos antidrogas en la región. Hace crónica de un episodio particularmente inhumano que el mismo Chapo vivió a los 17 años, en el que soldados rapaces bajaron de helicópteros a arrasar con La Tuna: violaron mujeres, saquearon hogares, golpearon niños, asesinaron campesinos y, para el desconsuelo de los serranos, con la complicidad del gobierno local. Así se presentaba la autoridad en esos lares: ésa es la cara que las instituciones públicas le dieron a Guzmán.

No sorprende que el Chapo, como muchos jóvenes de la región, ayer y hoy, empezara a soñar con escapar de ahí. El ejemplo de los hombres que lo habían logrado –Caro Quintero, Don Neto y demás–, aunado a un profundo resentimiento hacia aquella autoridad con rostro paternal, probablemente le dieron la orientación definitiva. 

Lo más asombroso es que, como escribí en el artículo citado, “el Chapo resultó ser un hombre audaz e inteligente, un auténtico líder con gran intuición empresarial. El 'Steve Jobs' de la coca. Buen negociante, ambicioso y eficaz”.

Todo criminal es hijo de su pueblo, dijo el poeta Gibran Jalil; reitero que saltar a esa conclusión es arriesgado... una conjetura; pero es inevitable –es obligado– preguntarnos qué hubiera sido del Chapo, y de muchos otros como él, si hubiesen visto un mejor México.

En cualquier caso, y a juzgar por el testimonio que el criminal le dio al actor Sean Penn en la criticada visita, esa narrativa es la que el propio Chapo se cree; una autojustificación anclada en la precariedad del entorno. Y acaso ahí reside lo más siniestro, porque es una versión tan fácilmente comprobable –si uno visita esos lugares recónditos efectivamente se encontrará con desolación y pobreza–, que resuena con empatía a lo largo y ancho de un país que se asume pobre. En pocas palabras, no es sólo que las circunstancias puedan producir criminales: es que los legitiman.