En concreto, se plantea modificar la Ley Federal de las Entidades Paraestatales, la Ley Federal del Procedimiento Administrativo, la Ley Reglamentaria del Servicio Ferroviario, la Ley de Adquisiciones, Arrendamientos y Servicios del Sector Público, la Ley de Obras Públicas y Servicios Relacionados con las mismas y la Ley Federal del Procedimiento Contencioso Administrativo, la Ley Orgánica del Tribunal Federal de Justicia Administrativa, la Ley de Expropiación, la Ley General de Bienes Nacionales y la Ley de Vías Generales de Comunicación.
Se pretende expresamente que la persona titular del Ejecutivo puede asignar directamente a entidades paraestatales la prestación de servicios públicos, así como el uso, aprovechamiento y explotación de bienes sujetos al régimen de dominio público de la Federación “por causas de utilidad e interés públicos, interés general, interés social o de seguridad nacional, cuando no contravenga su objeto social”.
Por considerar que tiene relevancia directa, me permito con este antecedente ofrecer un acercamiento a un tema fundamental que fue materia de mi tesis que defendí para obtener el grado de Doctor en Derecho por la Universidad Panamericana. El interés nacional, el bien común, la soberanía, el interés social, interés público y conceptos análogos, que son propuestos en la reforma como elementos de procedencia y falsa fundamentación a las decisiones de revocación, asignación y modificación de contratos, no pueden ser la herramienta de la arbitrariedad y menos cuando la Constitución no prevé esos supuestos.
Como defiendo en mi tesis, dichos conceptos no deben ser utilizados por el Estado como fundamento para el monopolio de la verdadera voluntad común; de hecho, la sustitución de la utilidad común por la utilidad pública, en el sentido estatal de la expresión, es un punto fundamental de la historia política occidental, pero no siempre en su sentido positivo. La soberanía, tan manoseada y etérea como lo es y estudiada a profundidad por Miguel Morgado y otros grandes tratadistas nacionales e internacionales, es siempre utilizada para fundar cualquier acto que no tenga un elemento concreto en la ley. Ese es su gran desprestigio.
En el caso concreto, además, términos dogmáticos como interés nacional, interés popular o interés público para enarbolar y defender posturas políticas por parte de cualquiera implica un abuso de lo que es común, pues lo que constituye un bien para quien la esgrime puede o pudiera no serlo para los particulares reunidos en sociedad, existiendo entonces un claro paradigma. Como lo define Franco Corzo “una acción de gobierno que no busca el interés público o que no está sustentada en un proceso de diagnóstico y análisis, no es una política pública, es simplemente un acto de autoridad de un gobierno”.
En mi tesis concluyo que para que haya reglas suficientemente precisadas, es decir, suficientemente prácticas y legitimadas, es necesario que exista un concepto del bien común que haya sido previamente institucionalizado. Si no existe un bien común unificante, sino sólo una pluralidad de bienes privados o polarizaciones políticas, inconmensurables entre ellos, la elección de unos y no de otros sólo puede apoyarse en meras preferencias subjetivas, que no pueden dar razón de sí. Dicho de otra forma, la interpretación constitucional debe darse no por la interpretación plural de distintos actores (políticos, económicos o sociales), sino por la interpretación unificada bajo el concepto de bien común.
De lo anterior, analizado bajo una perspectiva analógica, podemos señalar que si la legislación en materia cuya reforma se propone tiene que ser suficientemente práctica y para ello, a su vez, es necesario que exista el concepto de bien común, tenemos entonces que la legislación como es propuesta y ejecutada no será en realidad legítima, porque no estaría fundada en el concepto de bien común institucionalizado, diagnosticado, objetivo y medible. El resultado de esta analogía puede ser apoyada indirectamente por Victor Cathrein, quien señala categóricamente que “una exigencia esencial de la ley es que sea útil para el bien común”, pero es precisamente ello lo que ahora se pretende como elemento de subjetividad y falsa fundamentación. Entendido “contrario sensu” la insatisfacción de este elemento de lo común, convierte a la legislación en una falta esencial de legalidad y convierte a las políticas en estatales, mas no públicas.
Es claro que lograr que el bien común sea un supremo orientador del Derecho no es tarea fácil y no podría ser de otra forma, ya que los fines y valores jurídicos más altos no sólo difieren con las situaciones sociales de los distintos pueblos y épocas, sino que son subjetivamente juzgados de manera diversa por cada hombre, sus puntos de vista de partido, su religión y su cosmovisión del mundo. En consecuencia, la decisión sólo puede venir de los hondones de la propia personalidad o, en otras palabras, debe ser decisión de la propia conciencia nacional debidamente institucionalizada, sin árbitros, sin mediciones subjetivas, preguntas a modo o utilizando el poder del Estado.