(Expansión) - La idea de que un presidente puede mover los hilos de la estructura gubernamental, con la rapidez, eficiencia y la contundencia necesaria, ha quedado rotundamente desacreditada. Ya es claro que la concepción medieval, prácticamente tribal, que deposita en un solo hombre todo el poder decisorio, nos conduce a una condición de fragilidad tal que las variaciones relevantes en las condiciones de normalidad son tardía, pobre e insuficientemente afrontadas. El estado no puede, ni debe funcionar concentrando la conducción de los asuntos oficiales en una sola persona. Tal modelo conduce rápidamente a niveles severos de ineptitud que, con el tiempo, se tornan irreversibles.
Lo que el viento se llevó
La eficiencia y eficacia del estado moderno se basan en el correcto funcionamiento de vastas estructuras que operan bajo lineamientos, políticas y criterios desarrollados a lo largo de muchos años. Los códigos y protocolos que nuestro país articuló a lo largo de varios sexenios recogían la experiencia y conocimiento adquirido por servidores y funcionarios públicos que afrontaron, y resolvieron, los más variados problemas. Los manuales, reglamentos y demás normativa, son producto de ajustes, adecuaciones y correcciones de muy diversa índole. Ellos han sido moldeados por complejos y difíciles escenarios, capturando, en favor de la sociedad, los provechos del aprendizaje continuado.
Acapulco es un foco ámbar que hace evidente un grave problema, el atroz desmantelamiento del aparato gubernamental federal, en favor y provecho de un modelo que, por obsoleto y ruinoso, se creía superado, la autocracia. Es patente que el gabinete ante el huracán no cumplió su función; que órganos desconcentrados y descentralizados, especializados en distintos segmentos del quehacer público, simple y sencillamente, permanecieron inertes ante un problema súbito y devastador que los rebasó y anuló, así como que la falta de procesos adecuados, implementados por funcionarios capacitados y entrenados para desplegarlos, lejos de solventar nada, agravó el estado de afectación que se pretendía paliar.
No son pocos los que se dejaron encantar por el llamado de las sirenas de la mal entendida austeridad, que en realidad es un criminal abaratamiento de las redes de protección de los bienes comunitarios, una desinversión en los mecanismos que salvaguardan importantes activos sociales, y la irresponsable e inaceptable decisión de afrontar riesgos en condiciones de precariedad.
Por eso, ante la catástrofe, los funcionarios y servidores públicos hicieron gala de ausencia, inmovilidad e incapacidad, pretendiendo con arengas, discursos y palabrería pasar el trago amargo, esperando a que, desde arriba, viniera la luminosa verdad revelada que permitiera superar el trágico evento. Encontrar en el pasado a un chivo expiatorio es la solución, pensaron todos ellos.
La insoportable inercia de las actividades presidenciales; la falta de estructuras capaces de formar trincheras de primera atención, así como la incomunicación entre dependencias, que sólo cooperan bajo el puntual, expreso y directo mandato de quien concentra todo el poder, sentaron las bases de una segunda tormenta, casi tan perjudicial y lesiva como la primera, ya que no sólo no contuvieron los efectos de la aquella, sino que dejaron que la población derivara y encallara en una mar de problemas que escapan a los alcances del ciudadano común.
Atascado en un cúmulo de problemas que requieren atención inmediata y simultánea, el factótum mostró su muy limitada capacidad administrativa. Trató de apoyarse en su bien acreditada capacidad de polemizar y politizar cualquier asunto, pero, en este caso, la debacle de una región le pasó por encima y lo puso en su lugar. Las imágenes, los reclamos, pero, sobre todo, la pestilencia producto de la falta de respuesta oportuna, se impusieron, haciéndolo ver muy mal, a grado que prefirió agazaparse en lo suyo, repartir culpas, censurar opositores y descalificar a quien le señala sus errores.
Hasta ahora, es patente que las mañaneras, las bravatas y balandronadas ahí expresadas, a la crisis regional, le han hecho lo que al viento a Juárez. Llegó y se apoderó de la tranquilidad de los moradores de Acapulco, dejándoles claro que la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana se dedica a hacer gráficas y presentaciones, teniendo al frente a una comunicadora que sudó y sufrió la estéril caminata por el lodo, a kilómetros del berenjenal. No es lo mismo hacer dramaturgia, que tener que ver, cara a cara, a la violencia, la rapiña y la zozobra de quien no sabe qué comerá mañana.
Los números publicados resultan, en muchos casos inverosímiles. Otros, palmariamente, fueron construidos sobre especulaciones, ya que difícilmente en los censos aparecerán las comunidades arrasadas; los hogares que quedaron debajo del lodo, y las familias completas que fueron sorprendidas por el vendaval en construcciones maltrechas o inseguras. A pocas horas del desastre, el presidente se regocijo ante un número de muertos que le pareció tranquilizador, sin siquiera haber practicado un sondeo remotamente confiable.
Llegada la hora, el Ejecutivo Federal se ha percatado que no existe la varita mágica de los presupuestos que le permita movilizar multimillonarias cantidades con un par de pases místicos. Ha aprendido, a la mala, la razón de ser de un andamiaje que no sólo concentra y administra recursos, sino que se activa automáticamente, bajo manuales de actuación razonados y establecidos en tiempos de calma.
Muy tarde está aprendiendo que el fideicomiso es una exitosa figura que viene de tiempos romanos, y que tomó décadas a los gestores públicos nacionales el desarrollarle, adecuándolo a nuestra realidad. Muy tarde entenderá que se trata de un esquema que no puede ser descalificado por irregulares acciones perpetradas por quienes hayan abusado de él o no lo supieron operar. A la fecha, no existe prueba o evidencia alguna que justifique el acto de barbarie administrativa que ejecutó. Ese vehículo de gestión opera al margen de que el presidente haga politiquería del amanecer al anochecer, y aún, cuando, indebidamente, nombre en puestos que exigen de expertise técnico, a sus amigos, incondicionales o cómplices electorales.
Con azoro, ignorancia y temor a lo desconocido, los miembros del gabinete, al tomar el micrófono, voltearon a ver, una y otra vez a su temido superior, buscando gestos o palabras que los exonerara, distinguiera o reconociera, desde luego, desdeñando a los afectados y a la población en general, ya que se comportan como si a la sociedad nada debieran.
La débil estructura administrativa que se arremolina en torno al presidente mostró su insubsistencia, 'impreparación' y oportunismo. La arrogancia les caracteriza, sí, no les apena el ocupar cargos que están tres o cuatro niveles sobre su nivel de instrucción y experiencia. Esa arrogancia se desvaneció estos días, dado que desesperadamente han buscado algún cobijo que les permita dar vuelta a la página, sin rendir cuenta de lo que no han hecho en estos cinco años.
Un modelo del gobierno centrado en quien es ungido como todo poderoso, es la esencia de la 4T, y es ese paradigma al que el viento se llevó.
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Nota del editor: Gabriel Reyes Orona es exprocurador fiscal de la Federación. Fue prosecretario de la Junta de Gobierno de Banxico y de la Comisión de Cambios, y miembro de las juntas de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores y de la Comisión Nacional de Seguros y Fianzas. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
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