El tratamiento contra el VIH está lleno de complicaciones
Marianne Swanson cierra los ojos y cuenta el número de píldoras que toma diariamente para el VIH: “Una, dos, tres, cuatro” en la mañana, y tres más por la noche.
Tendrá que tomar durante toda su vida esos medicamentos a causa del virus que su fallecido esposo le contagió en la década de los 80, en una época cuando los científicos empezaban a entender el sida. El sida también cobró la vida de dos de sus hijos.
Hoy Swanson le cuenta a sus pacientes su respuesta a vivir con VIH sólo si cree que les ayudará, como enfermera educadora en el Centro Ponce de León de Grady Health System en Atlanta.
“No se trata de mí; se trata de ellos —dice Swanson, de 55 años— y de ayudarlos a tener éxito para que puedan soñar y lograr las metas que se propongan”.
La clínica Ponce cuenta con unos 160 empleados para 5,100 pacientes y es uno de los centros de atención para el VIH más grande y completo de Estados Unidos. Tiene una relación de un miembro del personal por cada 32 pacientes. La base de pacientes crece, y no se rechaza a ninguno que reúna los requisitos de elegibilidad de la clínica.
Más del 70% de los pacientes con VIH que viven en Atlanta se encuentran en un radio de 3.2 kilómetros de la clínica, según sus estadísticas. También hacen investigaciones de vanguardia en conjunto con los médicos de la clínica, además de ofrecer una variedad de servicios —desde ayuda para vivienda, hasta odontología— a los pacientes.
“Las personas vienen aquí con una visión unificada de atender a las personas que nadie quiere cuidar”, dice el médico Vincent Marconi, de 37 años, director médico asociado de la clínica. “No estás aquí por dinero, no estás aquí por la fama, estás aquí para trabajar”.
Los pacientes son referidos por proveedores y agencias de cuidado médico, incluidas algunas organizaciones comunitarias y religiosas. Pero todavía hay muchas personas que viven con sida en Atlanta a las que la clínica no puede darles tratamiento, dice Marconi, quien también está afiliado con la Escuela de Medicina de la Universidad Emory.
La pobreza y el consumo de drogas en Atlanta la convierten en la octava zona metropolitana con más nuevos diagnósticos de sida en Estados Unidos, dice Marconi. Dentro de ese grupo, el 1.34% de la población tiene VIH, en comparación con el 0.32% que no está en el grupo.
Un estudio de 2011 en la revista Journal of Urban Health encontró mayores niveles de pobreza, uso de sustancias inyectadas y de hombres con relaciones sexuales con otros hombres en este grupo que el resto de la ciudad de Atlanta. Los hombres con VIH fueron más propensos a vivir ahí que las mujeres con VIH, a quienes probablemente les transmitieron el virus en un contacto heterosexual.
El 78% de los casos de VIH son hombres; 72% afroamericanos y 22% caucásicos. Las categorías con mayor exposición fueron los hombres que tienen relaciones sexuales con otros hombres (el 42%) y las personas que usan sustancias intravenosas (el 10%).
La clínica trata a algunas de las personas que viven con VIH más enfermas en la zona. Los adultos que reciben tratamiento en el Centro Ponce deben tener un diagnóstico previo de sida o un conteo de CD4 que cayó por debajo de 200. CD4 es la medida de glóbulos blancos disponibles para combatir la infección, y el conteo por debajo de los 200 significa que el paciente tiene sida.
Wendy Armstronjg, directora médica de la clínica, dice que la actual recomendación para cualquier persona con un conteo de CD4 debajo de 500 es que tome medicamentos —de hecho, algunos dicen que todas las personas con VIH deben recibir medicamentos—, lo que significa que la clínica no puede tratar a las miles de personas más que necesitan ayuda.
“La mayor parte de la gente a quien se le diagnostica VIH desarrollará sida durante el primer año del diagnóstico, si no lo tienen ya”, dice Armstrong. “En todo Estados Unidos sistemáticamente identificamos a las personas demasiado tarde”.
La insuficiencia de recursos
Es difícil conseguir el suficiente dinero para hacer todo lo que al personal de clínica le gustaría. “Estamos muy llenos”, dice Armstong, quien también es profesor asociado de enfermedades infecciosas en la Escuela de Medicina de la Universidad Emory e investigador el Centro Emory para la Investigación del VIH/sida.
La clínica recibió un financiamiento federal y estatal de 11.8 millones de dólares para el año fiscal en curso, lo que representa el 65% del presupuesto de operación, de acuerdo con la directora interina, Jacqueline Muther.
Las personas que no tienen un seguro privado o de beneficencia enfrentan un costo mensual de entre 1,500 a 2,000 dólares en medicamentos.
Con más capital la clínica podría crecer —de hecho, hay dos pisos que fueron demasiado costosos para renovar—, pero en primer lugar también está la necesidad de un cambio social para frenar la transmisión, dice Marconi.
“Mi mayor frustración es que no hay suficientes horas en el día para lograr que todas las necesidades se cubran. Estas personas están muy necesitadas”, dice Lane Tatman, un enfermero de evaluación de 56 años que también vive con VIH. “Muchos de ellos no tienen un hogar, tienen un trastorno mental, tienen problemas de abusos de sustancias y VIH y hepatitis C, y eso es abrumador para ellos”.
La dificultad del seguimiento
No es de extrañar que los pacientes se presenten tarde, debido a las dificultades de llegar al lugar y en ocasiones a sus condiciones de salud. Swanson recibe a ocho o nueve pacientes por día, y tiene que revisar mucha información importante con cada uno de ellos. Para aliviar la carga del transporte, intenta programar las citas con los pacientes el mismo día en que usan otros servicios de la clínica, tales como salud mental, nutrición, odontología o asistencia de alojamiento.
“Tratamos de tener paquetes de servicios (y) lograr lo más que podamos durante una cita”, dice.
Cuando los pacientes llegan a la clínica y reciben sus prescripciones de medicamentos, el siguiente obstáculo es tomarlos.
Cuando se toman los medicamentos correctamente, es posible que los pacientes bajen sus cargas virales hasta niveles indetectables, lo que disminuye la probabilidad de transmisión. En una investigación de 2011 se mostró que tomar inmediatamente los medicamentos para el VIH conduce a una reducción del 96.3% en la transmisión del VIH a la pareja que no es VIH positivo. Algunas personas llegan a la clínica en una etapa demasiado avanzada, o cuando es difícil rescuperar la salud, pero siempre hay esperanza, dice Armstrong.
En cualquier caso, puede ser difícil que los pacientes sigan el régimen de medicamentos. Las complicaciones como trastornos mentales y abuso de sustancias pueden interrumpir la rutina de consumo de medicinas, dice Armstrong. De hecho, Swanson sospecha que muchos pacientes mienten acerca de que no se saltan las dosis de los medicamentos, tal vez por vergüenza o por temor.
El jueves de Acción de Gracias Swanson admitió en el hospital a un paciente que no tomó sus medicamentos. En una cita previa, habló con él sobre el tema de divulgar, y le dijo que necesitaba ser justo y revelarle a su pareja sexual que tenía VIH . Esta vez él le dijo que todavía mantenía relaciones sexuales sin protección. Swanson le recordó al paciente que eso era poner en riesgo a su pareja. “Todo lo que puedo hacer es aconsejarlo para que se tome todas las pastillas, todas las dosis, todos los días”, dice. También escribió en el papeleo de alta que debería alentar a su pareja a usar condón.
En estos días, casi todo el mundo al que atiende Tatman viene a la clínica con un resfriado y están preocupados por que se convierta en algo más serio como neumonía o bronquitis. Algunos pacientes requieren mayor atención, otros sólo “necesitan una palmadita en la cabeza”, dice.
Pero hay muchas cosas que tienen que considerar Tatman y el personal: Por ejemplo, los pacientes con VIH no pueden tomar cualquier medicamento de venta libre, necesitan tener cuidado con los efectos secundariosy las interacciones entre los medicamentos contra el VIH y los de otros padecimientos. Y si un paciente tiene tos seca, puede ser tuberculosis. Actualmente hay un brote de tuberculosis entre las personas sin hogar en Pine Street, un barrio cercano a la clínica. En la clínica todos los pacientes pasan por exámenes para la tuberculosis por lo menos dos veces al año.
Enfermo, pero mimado
Comúnmente Tatman se enfrenta a pacientes que tienen objetivos muy diferentes a los de los médicos. El personal de la clínica quiere que los pacientes tomen sus medicamentos, sean constantes y acudan a las citas. Los pacientes quieren saber en dónde van a dormir y qué van a comer. “Lo triste es que el contagio no termina. Está peor que nunca. Tenemos a muchas personas muy jóvenes (...) Cada vez más afroamericanos. Personas que vienen con nosotros más enfermas que nunca”, dice Tatman.
Aún así los pacientes de la clínica también están “mimados”, dice Tatman, comparando con cuando recibió su diagnóstico en la década de los 80.
Tatman recuerda que cuando estaba en su segunda década y se enteró que tenía VIH, tres médicos le dijeron: “No tengo nada para darte, regresa a casa y muere”. Hoy, hay muchas opciones de medicamentos, incluyendo una sola píldora por día para los pacientes que la pueden tomar.
Tatman tiene 13 años en la clínica. Llegó porque cuando salieron al mercado los mejores medicamentos para el VIH, quiso ayudar a la gente a vivir. Vio morir a muchos amigos y compañeros de trabajo. Otro sobreviviente de un restaurante en donde trabajaba todavía es paciente de la clínica.
Al igual que Swanson, no cuenta su historia a menos que piense que será de ayuda para darle esperanza al paciente o su familia. Recuerda que la semana cuando se enteró que había desarrollado diabetes por el VIH, también tenía dos pacientes con diabetes recientemente diagnosticada. Aprendieron juntos a usar los medidores de glucosa.
“Lo bueno en este edificio es que todo el mundo quiere estar aquí para trabajar con el VIH”, dice. “En otros lugares, la gente no quiere tratar con eso”.
De la tragedia a la esperanza
Tatman y Swanson son más la excepción que la regla. La mayor parte de la gente que trabaja en la clínica no vive con VIH, aunque quienes lo hacen lo hablan abiertamente. También hay otros tres compañeros consejeros que viven con VIH quienes tienen la tarea de ayudar a los pacientes a navegar por el sistema de salud y por sus vidas personales.
“En general, tener miembros del personal con VIH da una calidad genuina a las relaciones entre pacientes y proveedores (y) una perspectiva diferente de las personas que viven con VIH”, dice Marconi.
Swanson nació en Brooklyn, Nueva York, y es una enfermera desde 1978. Se casó con su primer esposo en 1982, antes de que la gente supiera del VIH. La pareja se mudó a Atlanta originalmente porque ella quería una vida mejor —“algo más sencillo, más tranquilo”— para su hijo Jonathan.
Sabía que su esposo luchaba con su sexualidad, pero él quería hijos, y Swanson creyó que estaba comprometido en lograr que su matrimonio funcionara.
Pero cuando iba a dar a luz a Jonathan, el bebé no nació como estaba programado, sino dos semanas después. Entonces su esposo le confesó que tuvo un romance con un hombre, como si el retraso en el nacimiento del bebé se debiera a que había hecho algo malo.
Swanson tenía 27 años en ese momento y nunca había sido madre. No podía imaginarse criar a un bebé sola. “Me quedé con él porque realmente se comprometió a no volver a hacerlo, y cambió, y quería ser padre”, dice.
Tuvieron a su segundo hijo, Joshua Paul, en 1985, quien enfermó en 1987 con lo que parecía ser cáncer. Recibió quimioterapia y radiación, pero nada funcionó y murió a los 20 meses de edad. El bebé resultó positivo en una prueba de VIH, al igual que Swanson y su esposo. El pequeño Jonathan no tenía el virus y Swanson quedó embarazada de nuevo.
A las seis semanas, Annalisa, la hija de Swanson, tenía sida y falleció en 1989 a los 17 meses de edad. La salud de su esposo comenzó a deteriorarse y murió en 1996.
“Nunca lo culpé por eso, para ser honesta contigo, porque vi lo que sufrió”, dice Swanson. “Vio morir a dos hijos. No necesitaba el peso de una esposa que lo culpara. No necesitaba que se lo dijera”.
Swanson llegó a la Clínica Ponce a principios de la década de los 90 como paciente. Quedó impresionada con los médicos que la atendieron. “Me ayudaron a aguantar”, dice.
Cuando Swanson empezó el tratamiento contra el VIH, tenía que tomar píldoras tres veces al día con el estómago vacío. Fue difícil, y no siempre era constante con eso. Como resultado desarrolló una resistencia a los medicamentos, y actualmente debe seguir un régimen más pesado. “Si hubiera tenido a alguien (en ese momento) que me dijera que me tomara las píldoras de la forma en que debía, tal vez no hubiera desarrollado esta resistencia”, dice. “Nadie me dijo que la constancia era buena para mí”.
Cuando Swanson llegó a trabajar a la clínica Ponce en 2002, llevaba un tiempo sin trabajo por una licencia por discapacidad, y no sabía qué hacer. “Pasé tanto tiempo planeando morir, que no sabía lo que quería hacer con mi vida”, dice.
Encontró que, además de ofrecer tratamientos médicos y servicios sociales, la clínica también es un lugar para la investigación de vanguardia en el cuidado y la prevención del VIH. La clínica participó en tres grandes iniciativas en Estados Unidos —los Grupos de Pruebas Clínicas para el sida, la Red de Pruebas para la Prevención del VIH y el Estudio para el Acceso al Tratamiento con Antirretrovirales—, que tuvieron un importante impacto en el campo. También hay investigaciones adicionales, iniciadas por investigadores o patrocinados por las compañías farmacéuticas, que están en curso para la respuesta del tratamiento, co-morbilidades y otras áreas, dice Marconi.
Ser una educadora
Con los nuevos pacientes, Swanson quiere escuchar cómo ha sido su camino hasta ese momento. ¿Han tomado medicamentos para el VIH anteriormente? ¿Cómo encajará en sus vidas? ¿Tienen un sistema de apoyo de amigos y familia? ¿Tienen algún tipo de seguro?
“Debemos ser muy creativos en la forma en que los pacientes toman sus medicamentos”, dice.
Una de las frustraciones más grandes de Swanson es que muchos pacientes trabajan y reciben un sueldo, pero no tienen un seguro, y ya que no califican para el fondo de asistencia Ryan White, no califican para los servicios.
“Si gana 36,000 dólares al año y no califica para el fondo Ryan White, ¿cómo voy a obtener el medicamento para ese paciente?”, pregunta Swanson. “Es frustrante”. Los pacientes que no pueden obtener los medicamentos algunas veces corren la voz de que los necesitan, y encuentran a otras personas que ya no están en terapia y tienen medicamentos sin utilizar.
Swanson le preguntará a los nuevos pacientes: “¿Sabes qué te medimos cuando medimos tu carga viral?”
La mayor parte de las veces, los pacientes no tienen idea, así que les dice que cambien las palabras y conviertan la frase a “un montón de virus”. Después les explica la forma cómo funcionan los medicamentos y cómo se supone que impulsan las células T en el cuerpo.
Swanson y sus colegas todavía les permiten a los pacientes que usan crack o metanfetaminas iniciar un tratamiento para el VIH, aunque esas sustancias ilegales pueden aumentar la propagación del virus. Estas sustancias también pueden conducir a conductas como relaciones sexuales sin protección, que puede resultar en una “superinfección” con nuevas cepas del virus, dice Marconi. Esas cepas pueden ser resistentes a los medicamentos para el VIH que el paciente ya toma
Swanson quiere saber si el paciente toma alcohol , sustancias recreacionales o remedios herbales que podrían interferir con su capacidad para recibir el medicamento. Algunos pacientes pueden tener creencias que se interpongan.
El trabajo de Swanson es educar a los pacientes sobre cómo tomar los medicamentos y la frecuencia.
Mientras Swanson toma siete pastillas al día, algunas personas con VIH pueden tomar sólo una“píldora maravilla” de una sola toma diaria con tres medicamentos en uno. Pero no todo el mundo puede tomarla; depende de los niveles de resistencia del paciente, su función renal y hepática. Otros regímenes pueden ser de tres o cuatro pastillas al día, o de dos al mismo tiempo y una más en una hora diferente.
Samuel, uno de sus pacientes, toma cuatro pastillas al día. “Al principio estaba nervioso, tenía miedo de asistir”, recuerda. “Cuando llegué, me sentí cómodo con los médicos y con la gente. Me acostumbré a eso”.
A pesar de tener una educación diferente a la de muchos de sus pacientes, Swanson siente una conexión con ellos.
“La única diferencia que siento algunas veces entre el paciente y yo es el hecho de que la vida no me atrapó”, dice.
A los pacientes a quienes les contó su propia experiencia, Swanson sabe que su historia les dio algo de esperanza, ya que ven que ella tuvo éxito con el tratamiento. “Me siento como que soy capaz de ayudar a llevar una luz al final del túnel, por así decirlo”, dice.