OPINIÓN: No soy madre y nunca lo seré
No soy la madre de nadie y nunca lo seré.
Esto no es accidental, es un caso de retos físicos insuperables, una pareja que no quiere o le da más importancia a su carrera que a los hijos. A mis 39 años, la ventana de mi fertilidad se está cerrando, pero no tengo ningún sentido de terror, pánico o culpa. He sabido desde que yo misma era una niña que nunca quise ninguno propio. Simplemente me sorprende lo seguido que la gente, especialmente los extraños, sienten que debería de darles explicaciones.
Una mujer casada que decide no tener hijos es altamente sospechosa para algunos, incluso piensan que está rota, fundamentalmente. Mis amigos saben que no lo estoy y que apoyo su paternidad de cualquier manera que puedo. He ofrecido consuelo mientras sufrieron por infertilidad y aborto. He llorado de alegría, observando las caras de sus hijos por primera vez, viendo en ellos la huella indiscutible de sus padres y amándolos desde ese momento y para siempre, solo por eso. Me he llevado a los tristes adolescentes tambaleantes de mis amigos en largas caminatas, con el permiso de sus padres a los que ellos simplemente les han dejado de hablar.
Cuando mi mejor amiga desde hace casi dos décadas me invitó a asistir al nacimiento de su hijo, simplemente dije que si. No sabía qué significaría estar hincada a un lado de una tina por horas, con su cabeza en mis manos, y sus rodillas ancladas a las de su marido y a mis codos mientras ella luchaba y empujaba para sacar a su hijo al mundo en un desastre sangriento, gritón y milagroso. Vi su cara cuando lo abrazó contra su pecho y se enamoró perdidamente de él, mientras que a su corazón le crecían unas cámaras extra, mientras se metamorfoseaba en madre.
No sentí más que dicha por su familia, y nada más que satisfacción conmigo misma por ser tan suertuda de haber sido testigo de este memorable asunto. Ni una punzada, ni un vacío, ni un tick o punzada. Una de las constantes preocupaciones impuestas a las personas que deciden no tener hijos, es que nunca conoceremos el verdadero amor hasta que se refleje a través de nuestra propia sangre.
Me acuerdo de esto con mucha claridad: tenía 10 años y una amiga me decía que sería una mala madre. Los niños de la guardería de sus padres se habían trepado a la repisa en donde ella había guardado su proyecto de estudios sociales y lo habían destrozado. Ella le llevó las piezas rotas a nuestro indiferente profesor, quien le dio una nota reprobatoria por su proyecto. Yo estaba furiosa por la injusticia del asunto, desde el malhumorado, agotado educador que ya no tenía porqué seguir moldeando mentes jóvenes, hasta sus padres que la hacían vivir en una casa que apestaba a pañales y que nunca estaba en silencio, hasta los enanos salvajes que habían hecho pedazos su adorable trabajo.
“¿Cómo lo soportas?”, le pregunté. “¿Todo. El ruido, los cambios de pañal, no tener nunca nada privado?”.
Me respondió: “¿Vas a ser una madre terrible!”
“No, no lo seré”, respondí calmadamente. “Ni siquiera seré una madre”.
De alguna manera, lo asumí. Nunca cargaría a un hijo dentro de mi cuerpo, y estaba totalmente en paz con eso. La necesidad, deseo e impulso simplemente no están ahí. Cerca de tres décadas después, eso no ha decaído, aunque difícilmente ha pasado sin querer ser ayudado por otros que se sienten comprometidos a criticar o a meterse.
Mi familia siempre ha entendido esto de mí y estuvieron de acuerdo en que mi hermana y yo encontráramos satisfacción en otras áreas. En ambas partes, había algunas tías o tíos que nunca se casaron o reprodujeron, y no lo veían como una medida de felicidad. Cuando mi marido y yo nos casamos, él tenía 40 años, era su segunda vez, y la siguiente generación (y sus hijos) ya estaban encaminados. Reconozco que estar a salvo de la presión familiar es algo raro y tremendo, y lo agradezco.
Para los amigos y extraños que preguntan, solo digo que no quiero. Si presionan más, “¿Los dos serían unos padres increíbles!”, (¡Toma ESO amiga de la infancia!), les digo lo fabulosa tía de Nueva York que soy.
Hago a un lado las acusaciones de egoísmo: el no tener que cuidar a hijos propios hace que mi esposo y yo ofrezcamos nuestra ayuda cuando se necesite. Somos rápidos con un oído escuchador y un coctel frío para los amigos que busquen compañía, prestar dinero y ofrecer nuestro tiempo, que no tendríamos de otra manera, y somos buenos con los adolescentes mal portados y malhumorados. Como le decimos muchas veces a nuestros amigos y familia, podemos no sentirnos a gusto cargando bebés, pero cuando tu hijo llegue a la pubertad y decida que te “odia” y al resto de la humanidad, pásamelos. Les haremos saber lo suertudos que son de tenerlos a ustedes como padres.
Lo que no es tan fácil de quitarme es la seguridad de que una mujer que no soporta a un hijo no es, de alguna manera, una verdadera mujer. Estoy segura de mi decisión pero profundamente decepcionada que una mujer lo ejerza como para calumniarse entre ellas. No tengo derecho a decir qué es lo que una mujer debe enseñarle a su hija, pero espero, desde el fondo de mi corazón, que algunas de estas lecciones sean acerca de la libertad personal, la belleza, de la diferencia y la posibilidad de que una persona pueda estar contenta y completa por sí misma.
Y no estoy sola. En el mundo que me he creado, tengo una carrera que adoro y amigos que llenan mi cabeza, corazón y horas del día. Ellos están en varias etapas de estar en pareja y de soltería, de estar sin niños, y cada una ilumina mi mundo de una manera diferente. Hacen que mi corazón sea más grande, fuerte y mejor.
En mi casa está mi familia: el marido a quien le digo todos los días que es mi persona favorita en la Tierra (me aseguré en nuestra segunda cita de que tampoco quería hijos, de otra manera no hubiera habido una tercera), un conejo y nuestros dos perros. No son nuestros hijos, como lo son para muchas personas, pero son nuestras cargas, y nos alborotamos y los echamos a perder como es debido.
Tengo todo lo que quiero.
Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Kat Kinsman.