Faltar al trabajo para cuidar a tu perro agonizante ¿es demasiado?
La decisión de la cantante estadounidense Fiona Apple de posponer su gira por Sudamérica para quedarse en casa con su perro anciano y enfermo puede haber molestado a algunos de sus fans, pero otras personas apoyan y entienden completamente esa decisión. Soy una de ellas.
Mordred nos avisó cuándo era momento de partir. Siempre había escuchado que un animal que sufre haría eso, pero él era mi primer perro y no estaba preparada en lo absoluto para lo claro y desesperado que sería tal mensaje.
Era un enorme lobero irlandés que Douglas, mi hoy esposo, tenía cuando lo conocí. Él se volvió mío y yo suya, de tal suerte que me escoltó al altar un año después de conocernos, cuando trató de matarme.
Era nuestra segunda cita y estábamos tan distraídos por los apasionados besos cuando llegamos a su departamento, que no nos tomamos el tiempo para avisar a los habitantes cuadrúpedos que tendrían visitas. Douglas apenas abrió la puerta cuando de golpe salió un monstruo peludo color crema, gruñendo y babeando. Me quedé paralizada. Nunca había visto un animal de ese tamaño fuera del zoológico, mucho menos embistiendo hacia mi garganta.
Tenía las patas sobre los hombros de Douglas (quien mide 1.80 metros) y todavía lo superaba por una cabeza. Era del tamaño de un sofá. Era el animal más majestuoso que había visto… y no quería tener nada que ver conmigo.
Algunos perros, como Morgane —la pequeña acompañante de Mordred, una galgo—, regalan sus enormes y sentimentales corazones naturalmente. Están enamorados del mundo y lo demuestran con una entrega envidiable. A Mordred sólo le importaban su papá y cualquier trozo de comida que cayera de la mesa. Yo era, cuando mucho, la barrera entre él y el sitio preciso que quería ocupar en el sofá.
Pero disfruté ser parte de su órbita y séquito. Si alguna vez has paseado a un lobero irlandés por Nueva York, tienes una leve idea de lo que es ser una celebridad. La gente se queda mirando, boquiabierta y toman fotos en los momentos más desagradables posibles. Hacen las mismas preguntas interminablemente: “¿Cuánto come?”, “¿Es un poni?”, “¿Puedo montarlo?”, “¿Cuánto pesa?”, “¿Cuánto defeca?”. (Las respuestas son: Mucho, no, no, 61 kilos, ¿por qué querrías saber eso?.)
Mordred nos remolcaba caminando por las calles de Nueva York y corriendo por los prados al norte del estado. Hasta que un día, eso cambió. Se tambaleó subiendo las escaleras hacia el departamento y luego vomitó su cena. Mientras Douglas limpiaba las escaleras, compré y preparé sopa para asentarle el estómago. La calenté en la estufa, la dejé enfriar un poco en su tazón mientras me miraba, ligeramente aturdido, a través de sus largas y peludas cejas. Se acabó toda la sopa a lengüetazos y por primera vez se apoyó en mí .
Mordred —el enorme y orgulloso Mordred— se recargó en mí al día siguiente, después de mojar la alfombra por primera vez en su vida. Douglas y yo nos apoyamos el uno en el otro, sollozando, al día siguiente, tras escuchar la palabra “tumor”.
Una agresiva dosis de medicamento encogió el tumor, que entonces era del tamaño de una calabaza y le dio un año de prórroga a la alguna vez celosa bestia que se volvió parte de mi familia, nuestra familia. Se apoyaba en mí cada vez con más frecuencia y a veces me lamía una mejilla, lo que me hacía sentir como la reina del mundo (o al menos del nuevo departamento de Brooklyn que todos compartíamos).
Un letárgico día de verano, con nuestros perros en el sofá, Douglas me pidió matrimonio y ese mismo otoño recorrí el pasillo con Mordred a mi lado, mientras mi mejor amiga sujetaba a Morgane en la primera fila.
Nuestra dicha no duró mucho. Los tumores regresaron con más fuerza y el cáncer —y su tratamiento— redujeron a mi enorme, hermoso y peludo muchacho a un débil y tambaleante esqueleto de 38 kilos cubierto por mechones irregulares de pelo, incapaz de controlar su vejiga o sus intestinos.
Afortunadamente tenía un jefe que amaba a los perros y se esforzó por permitirme trabajar desde casa algunos días para que Mordred no se quedara solo y porque me aterraba pensar en lo que podríamos encontrar cuando llegáramos a casa.
Un colega con quien trabajaba en un proyecto no compartía el punto de vista de mi jefe. Traté de explicarle lo que ocurría en casa: que cada superficie estaba cubierta con manteles de plástico; que una criatura del tamaño de una persona jadeaba y temblaba y moría dentro de mi casa y que tenía que sostenerlo mientras orinaba y sujetarle la cabeza para que bebiera agua de su tazón.
Aunque Douglas y yo no tenemos hijos y estos perros no son nuestros hijos, son nuestra familia, nuestra manada. No podía dejar solo y sufriendo a uno de los nuestros, por eso respeto tanto la decisión de Apple . Mi empleo en publicidad es insignificante comparado con los fanáticos y las expectativas de todo un continente y aún así eligió quedarse a cuidar de los suyos. Mi jefe, por cierto, le dijo a mi colega que me dejara en paz.
Un día simplemente fue demasiado. Una complicación del cáncer le provocó neumonía y Mordred sufría con cada respiración. Hizo acopio de toda su fuerza para alzar la cabeza y mirar a Douglas y entonces hicimos una llamada telefónica.
Todos nos reunimos en el consultorio frío del veterinario. Yo lloraba desconsolada y Mordred posaba su cabeza en el regazo de Douglas, agradecido por el consuelo.
Le aplicaron la inyección. Mordred simplemente se desvaneció, dejando la enorme y deteriorada cáscara de un perro en el piso. Vi a Morgane olfatearlo, tratando de entender a dónde había ido su amigo. Durante días lo buscó debajo de los arbustos y a la vuelta de las esquinas, olfateaba en los lugares conocidos; supongo que Douglas y yo hacíamos lo mismo. Es imposible que tengas una criatura de ese tamaño físico y espiritual en casa y que no deje una herida abierta cuando se va.
Supongo que eso era exactamente a lo que se enfrentaba Apple cuando tomó su audaz, valiente y costosa decisión: estar allí para honrar a su amado amigo hasta el final.
Una vez que un perro que te ama se apoya en ti, no puedes evitar apoyarte también en él.