Nota del editor: Michael Kimmel es profesor de Sociología en la Universidad Stony Brook y autor de los libros
y The Guy’s Guide to Feminism, entre otros.(CNN)— Hace algunos años, me presenté en un conocido programa de televisión para debatir con “cuatro hombres blancos furiosos” que creían haber sido discriminados en su trabajo a causa de los programas de acción afirmativa implementados, según ellos, por mujeres feministas.
Cada uno de ellos contó como no obtuvo un empleo o un ascenso para el cual estaba calificado debido a una supuesta discriminación invertida en contra de los varones blancos. Uno de ellos concluyó sus comentarios con una frase que sirvió como título para el programa: “Una mujer negra me robó mi empleo”, declaró.
Cuando me tocó responder, solo tenía una pregunta para estos hombres, y era acerca de la palabra “mi”. ¿Por qué pensaban que era su empleo? Argumenté que la respuesta era que estos hombres sentían tener derecho a ese puesto porque percibían como una pérdida cualquier esfuerzo por hacer el ambiente de trabajo más equitativo.
Pensé en cuán doloroso es estar acostumbrado a tener todo y ahora solo obtener el 80%. ¡Qué pérdida! ¡Pobres de nosotros! La equidad no es tan buena cuando lo has tenido todo, y con los hombres eso ha sido durante tanto tiempo que no nos damos cuenta.
En un largo discurso en contra las mujeres, la autora
argumenta queLas mujeres, escribe Venker, han terminado por creer en el adagio “
Sin embargo, lo que en realidad está sosteniendo es que si los hombres no son felices, es culpa de las mujeres por buscar esa misma estimulante sensación de autonomía e individualidad que los hombres reclaman como un derecho por nacimiento. ¿Cómo se atreven?
Entonces, ¿qué está mal en esta escena?
Esta noción de mujeres buenas/hombres malos no ha sido
Los psicólogos pop se unieron a los eruditos al afirmar, como lo hace Venker, que si las mujeres son infelices es su propia maldita culpa.
En realidad, el feminismo invirtió la ecuación que Venker presenta. Incitó a las mujeres a ser chicas 'malas', a satisfacer sus propios placeres, a aventurarse, de forma autónoma, a abandonar un matrimonio infeliz y a
La evidencia empírica indica que los hombres están adaptándose silenciosamente a este nuevo panorama. La mayoría de los 400 jóvenes (de entre 16 y 26 años) a los que entrevisté para mi libro, Guyland, asumieron, sin resentimientos, que sus esposas estarían tan comprometidas con sus carreras como ellos. ¿Por qué? Porque todos necesitan el salario.
Además asumen, sin resentimientos, que ellos serán
Todos tienen amigas, lo cual es un buen indicador de su capacidad para ser compañeros de trabajo y colegas más equitativos con las mujeres a las que consideran sus iguales.
Detengan la locura. No hay una guerra entre los sexos. Los hombres y las mujeres pueden —y deben— ser aliados. Cada día se vuelven más iguales y más felices.
Los hombres no están tan enojados o resentidos como insinúa Venker; tal vez ella solo habla con los que se lamentan.
En su esfuerzo por exaltar a los hombres, Venker en realidad nos insulta. ¿Quién dice que no podemos ser felices con colegas y compañeras de trabajo en equidad? ¿Quién dice que no podemos disfrutar las alegrías de la paternidad compartida? ¿Quién dice que estamos programados biológicamente para ser voraces animales dominados por la testosterona y adictos al control remoto, incapaces de mover un dedo en la cocina?
Venker pinta