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El nombre es Trump... Donald Trump

El magnate inmobiliario sigue en primera fila. Ahora, ligado a un desarrollo residencial en Miami, e
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Si los años 80 están de vuelta en la moda o la música, ¿cómo no iba a regresar uno de sus máximos representantes en el mundo de los negocios? A sus 56 años, Donald Trump, quien fuera el Rey Midas de aquella época, está ahora gozando de un nuevo reconocimiento.

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¿De qué modo definir a este hombre? No bastaría con decir que se trata del mayor desarrollador inmobiliario de Nueva York, el principal operador de casinos de la costa este estadounidense y el autor de tres de los libros de negocios más vendidos en el mundo. Al fin y al cabo, otros se dedican a actividades similares, e incluso tienen más dinero que él, y sin embargo no acaparan ni la centésima parte de atención. Ex joven empresario prodigio, hedonista derrochador, amante de la buena mesa, los carros kilométricos y las mujeres jóvenes y bonitas, es uno de los estandartes más emblemáticos del capitalismo de la unión americana: ostentoso y fanfarrón, pero también encantador, determinado y exitoso. “La gente se sigue interesando por mí porque mis trabajos son los mejores y tengo los proyectos más atractivos”, dice continuamente.

Se diga lo que se diga, hay que reconocerle que, tras casi perder hasta la camisa durante la primera mitad de los 90, ha sabido salir victorioso de los embates más problemáticos y regresar a la cresta de la ola. “Nunca había pensado en eso –dice con falsa modestia–, pero muchos han pasado por aquí en dos minutos. Si se fija en los números, ahora soy más grande y fuerte que nunca. A algunos, como a [Rupert] Murdoch también les ha ido bien, pero a nadie le ha ido tan bien como a mí.” ¿Cuánto vale el hombre? aunque él no se canse de repetir la mágica cifra de $5,000 millones de dólares, según la revista Forbes, en 2001 su fortuna se calculaba en $1,800 millones, lo que lo convertiría en el 110 hombre más rico de su país, con más de 22,000 empleados en nómina.

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Yo, yo y yo
Vestido con su indumentaria característica –traje azul y corbata roja–, desde su oficina en el piso 66 de la Trump Tower en la Quinta Avenida, otea varios de los rascacielos que posee o que llevan su nombre. Los tres últimos pisos de la torre también son suyos: dos le han servido de residencia y uno de cuartel general desde hace 20 años. En su despacho hay decenas de espejos: de los muros cuelga una cantidad ingente de portadas enmarcadas de todas las revistas en las que ha aparecido. Entre los papeles de su escritorio están desperdigados montones de copias de aquellos artículos en los que sale mencionado –favorablemente, of course– y que tiene convenientemente a la mano para regalar a quien tenga delante.

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Desde finales de los 70 hasta ahora ha buscado desaforadamente la atención de los medios de comunicación. Durante los 80, todos los periodistas sucumbieron a su carisma. En la hoguera de las vanidades que fue entonces Nueva York, él y su ex mujer Ivana reinaron como los máximos consortes, tanto en la prensa seria como en la amarilla. El cambio de década transformaría su suerte. Mientras le pasaban factura las deudas astronómicas y enfrentaba un divorcio sonado, Trump aprendió el lado amargo de la publicidad: los mismos periodistas que lo pusieron por las nubes se encargarían de denostarle y condenarlo a los infiernos.

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“Los medios de comunicación son buenos y malos –comenta–. Le hacen a uno la vida personal muy difícil, pero también te consiguen el mejor sitio en un restaurante. En conjunto, el resultado para mí ha sido positivo.”

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Hijo de Fred Trump, un exitoso desarrollador inmobiliario de los barrios de Queens y Brooklyn, a mediados de los 70 Donald se graduó en Wharton, en la Universidad de Pennsylvania, y comenzó su carrera haciéndose cargo del negocio familiar, pero enseguida buscaría distanciarse de la figura paterna para hacer sus propios negocios en Manhattan. Primero fue la compra del edificio Commodore, al lado de Grand Central, la estación de trenes, que reconvirtió en el hotel Grand Hyatt. Después vendría la compra del edificio Bonwit, al lado de la joyería Tiffany, que derrumbó para erigir en 1982 la Trump Tower. Seguirían más proyectos, entre ellos convertir Atlantic City, ciudad de Nueva Jersey por entonces decadente, en Las Vegas de la costa este.

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Pero a finales de los 80 el mercado inmobiliario neoyorquino sufrió una recesión y Trump, embebido de gloria y triunfo, no se había preparado para enfrentarla. Se había endeudado con la compra del Casino Taj Mahal en Atlantic City, el Hotel Plaza en Nueva York y Eastern Airlines, una aerolínea de efímera existencia que al poco tiempo vendería a US Air. Las deudas superaban $8,000 millones de dólares. “Fue un buen momento para conseguir un divorcio”, bromea ahora. Tuvo que vender su gigantesco yate, el Trump Princess, su Boeing 727 privado, su helicóptero y varios edificios. Su salario fue reducido a $200,000 dólares al año y sus gastos mensuales a $450,000.

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“Algunas personas me decepcionaron, pero como a todo el mundo. Siempre soy un poco paranoico, porque por desgracia los seres humanos son peores que los animales en la selva. Me encantaría que no fuese cierto, pero lo es. Los animales se despedazan por comida, los humanos lo hacen por jugar. Hay que tener cuidado con quién se hacen negocios.” Durante esos años, luchó desesperadamente para reestructurar cada uno de sus créditos y no declararse en bancarrota. “Una vez que te vas a la quiebra se acaba el juego para siempre. Tuve algunos problemas, pero los resolví de forma muy satisfactoria. Ahora mi compañía es más grande y fuerte de lo que jamás ha sido.”

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Paradójicamente, lo que en teoría parecía una de las causas de su desdicha serviría más adelante para sacarlo a flote. El Taj Mahal y sus otros dos casinos en Atlantic City finalmente consiguieron atraer un número creciente de clientes y Trump comenzó a ver la salida del túnel. En 1995 sacó a Bolsa Trump Hotels & Casino Resorts, la empresa que agrupa sus negocios de juego y hospedaje, y recaudó $140 millones que le servirían para pagar una parte de sus deudas más acuciantes. Con más de $1,800 millones de dólares en pasivos de alto interés que refinancia constantemente con bonos chatarra, su corporación está lejos de ser la vaca lechera que sería sin todas las deudas, pero el continuo aumento del flujo de caja de la firma –casi $200 millones al año– no predice grandes nubarrones en el horizonte y le ha permitido volver a respirar mientras sueña con nuevos rascacielos en los que estampar su nombre.

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El nombre del juego
Gran parte de la fama de Trump se debe a sus fabulosas dotes de negociación. Gracias a ellas consigue jugosas gangas –además de ventajosas exenciones fiscales–, a las que luego saca un rendimiento estratosférico. Prueba de ello sería una de sus adquisiciones más recientes, el número 40 de Wall Street, un edificio problemático que en 1995 adquirió por apenas $1 millón de dólares y que ahora, completamente renovado, le genera más de $20 millones anuales en rentas.

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Según un sondeo de Gallup, 98% de los estadounidenses conoce a Donald Trump. La popularidad no parece decaer. Prueba de ello es que Gil Dezer, su socio en Miami y facilitador de la entrevista para Expansión, acudió a la cita acompañado de su novia, su hermana y su mejor amigo de universidad. Todos veinteañeros, querían conocer al personaje y retratarse con él, como si se tratara de un ídolo de la música pop.

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Esa admiración contrasta, sin embargo, con la opinión que empresarios e inversionistas tienen de él. En una encuesta elaborada en 1999 por Fortune, en la que se pedía a varios miles de ejecutivos que clasificaran a 469 compañías de la más a la menos admirada, Trump Hotels & Casinos Resorts, la única de sus empresas que cotiza en Bolsa, quedó relegada a la posición 469, como la peor en calidad de administración, utilización de activos, valor de inversión a largo plazo y gestión de talento. La cotización de las acciones de la organización sufre una penalización por lo que se llama el factor Trump: ahora están en cerca de $2 dólares y valdrían hasta 30% más si él no estuviera a la cabeza de ese imperio, por la desconfianza que genera.

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Trump tiene actualmente su Boeing 727 a nombre de la agrupación y ha tenido que encarar a algunos inversionistas que le han reprochado utilizar para él recursos de la misma. Su corporativo estuvo además acusado en 1999 por las autoridades de un error contable en el que omitió declarar debidamente un ingreso de $17 millones de dólares. “No tuvo nada que ver conmigo, fue un problema contable –comenta–. Resolvimos el caso hace un año sin multa y sin reconocimiento de culpabilidad.” Los medios de comunicación reportaron que el yerro se subsanó después de una reunión que Trump tuvo con Harvey Pitt, el presidente de la Comisión de Valores y Bolsa, actualmente criticado por su actitud amistosa con muchos de los ejecutivos denunciados por abusos corporativos: “No lo conozco –dice–. Tengo mucho respeto por Harvey Pitt, pero nunca lo he conocido personalmente. Soy una persona honrada.”

Y hablando de honradez, ¿qué opina de la cruzada contra la corrupción en las corporaciones desatada en Estados Unidos? “Está bien cuando se encuentra a un sinvergüenza y se le mete en la cárcel. Pero hay que tener cuidado de que sólo se aprese a los pillos, si no se elimina el incentivo y mucha gente va a tener miedo de hacer negocios. Se han detectado grandes abusos y el Congreso se ha puesto muy duro. Eso me gusta pero al mismo tiempo, si mi secretaria comete un error tipográfico, me pueden meter en la cárcel durante 25 años. Se está convirtiendo en una caza de brujas y eso es preocupante.”

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El nombre es la marca
Sus edificios son su fiel reflejo: las gigantescas letras T R U M P estampadas en dorado en el lado más vistoso de la fachada, los lobbies ostentosos recubiertos de mármol rosado, el lujo –o su apariencia– permea los mínimos detalles. Trump es famoso por conocer al dedillo cada uno de los elementos que componen sus obras, desde la legislación vigente hasta el control obsesivo de la calidad de los materiales. Esto hace que, según varias agencias inmobiliarias, la venta de los departamentos en sus edificios logre hasta 20% de plusvalía con respecto al valor promedio de mercado.

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Después de la caída, cambió de estrategia y en sus desarrollos ha privilegiado las asociaciones con respecto a las aventuras en solitario. ¿Se ha vuelto más cauto en su aproximación al riesgo? “No, no tanto –dice–, hay varios proyectos que he hecho solo, como la compra de 40 Wall Street o del Hotel Del Monico [que en breve se llamará Trump Park Avenue]. Una de las razones por las que ahora tengo más socios que antes es que todo el mundo quiere hacer negocios conmigo. Antes la gente no me conocía tanto.” Sin embargo actualmente, para emprender una nueva aventura, ya no pone grandes cantidades de su bolsillo, como acostumbraba, sino que prefiere obtener respaldo financiero de grandes grupos, mientras él aporta una cifra menor y, claro está, su nombre.

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En el este de Manhattan, se asoció con la firma coreana Daewoo y el banco alemán HypoVereinsbank para construir Trump World Tower, un edificio residencial de lujo de 72 plantas –aunque, por los techos altos de cada departamento, la altura es como de uno de 90 pisos– que abrió sus puertas hace un año y que deja enana a su vecina de enfrente, la sede de Naciones Unidas. Mientras los asiáticos invirtieron $58.5 millones de dólares y los alemanes prestaron $295 millones, Trump sólo puso $6.5 millones y se llevará 50% de las utilidades. “Después del 11 de septiembre se detuvieron las ventas, pero ahora hemos vendido más de 80% del edificio. Ha sido un éxito tremendo.” También, junto con un grupo de inversionistas de Hong-Kong, está construyendo dos edificios en el lado oeste de la isla, frente al río Hudson, que bautizará con el muy original nombre de Trump Place. En Chicago ya han empezado los trabajos de edificación de la Trump Tower local...

Para un sabueso de los dólares, ese culto casi enfermizo a la personalidad cumple una función monetaria. “Tienes un campo de golf al que bautizas el Miami Country Golf: todo el mundo va a bostezar y el proyecto va a fracasar. Lo llamas Trump International Golf Club, y el éxito es inmediato”, dice.

Gracias a eso ha podido lograr varios acuerdos en los que ha recibido dinero y un porcentaje sobre las utilidades de los desarrollos, sólo por poner su nombre. En Corea, cobró $5 millones de dólares por dejar que dos torres de 41 pisos en Seúl llevaran su insignia.

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Hola amigos
El empresario también ha incursionado en la vivienda de lujo en Sunny Isles, al norte de Miami Beach, en donde impulsa el gigantesco proyecto inmobiliario Trump Grande Ocean Resort. Michael Dezer y su hijo Gil, dos de los principales desarrolladores de Florida, tenían unos terrenos frente al mar en los que querían erigir tres torres, dos condominios residenciales y un hotel. A finales del año pasado contactaron al magnate y negociaron para ver si quería respaldar el plan. Primero Trump le entró con su marca. Para cumplir con “el significado y la importancia del nombre”, como él dice, les exigió varios cambios, entre ellos subir la altura de los techos, agrandar las ventanas e incorporar mármol, una cascada, oro y dos acuarios gigantescos de $1.5 millones de dólares en el lobby, además de aumentar el tamaño de dos de los edificios a 55 plantas para que sean, claro está, los más altos del estado.

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“Queríamos distanciarnos de la competencia y nos acercamos a Trump –dice Gil Dezer–. Desde que estampó su nombre, no hemos dejado de vender unidades.” Según él, las ventas van viento en popa, con más de 90% de la primera torre residencial y el hotel –la segunda torre aún no se ha puesto a la venta–. Más de 60% de los compradores son latinoamericanos, principalmente argentinos, colombianos y venezolanos. “Cuanto peor se pone en América Latina, más gente se viene a Estados Unidos en busca de estabilidad. Por los compradores que se acercan siempre puedo saber qué país tiene problemas.” Desde que Trump accedió a la aventura, el precio promedio de los condominios casi se ha duplicado y ahora valen cerca de $850,000 dólares. “Hay gente que está agradeciéndome porque compraron antes de que entrara a la asociación y se ha apreciado significativamente desde que puse mi nombre.”

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Tras constatar el éxito del desarrollo, a los pocos meses, Trump quiso poner capital. “Me enamoré del proyecto y me hice socio.” Tanto él como los Drezer se niegan a hablar de cuánto ha aportado a la inversión total de $600 millones de dólares.

Trump no descansa. Están sus otros negocios, de los que no habla mucho porque para él son casi pasatiempos, como su propia agencia de top models, además de la propiedad de los concursos de Miss Mundo y Miss América. ¿Qué le falta por probar? ¿La política? Hace dos años tanteó la posibilidad de presentarse a las elecciones presidenciales de su país, una jugada que muchos interpretaron como otra campaña de publicidad, pero finalmente prefirió renunciar a la tentación. “Me gusta más lo que hago.”

Para bien y para mal, queda claro que Trump aún no está cansado de sí mismo, y menos aún después de lograr un come-back tan rotundo. “En el Libro Guinness de Records figuro como el hombre que ha tenido la mayor recuperación financiera de la historia. Pero aquí sigo: mismo edificio, misma oficina. No es que haya vuelto: es trabajo.” Desde luego, es difícil pensar en alguien más que haya dedicado tanto tiempo en esculpir una y otra vez las letras de su nombre, como si se tratara de un busto... ¿Quién creyó en la desaparición de los emperadores romanos?

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