La ridícula inseguridad
El fatalismo escandaloso nubla la razón. De ahí que el espectáculo generado por las televisoras mexicanas a raíz del asesinato de Francisco Stanley, sobre todo de la estación del Ajusco, merezca un llamado de atención: ante todo, los medios de comunicación debemos actuar con responsabilidad. De otro modo, la función social queda obstruida en beneficio de otros intereses, como el rating o los compromisos políticos.
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La inseguridad que se vive en México es un cáncer creciente. Sin embargo, los rostros de la delincuencia son diversos, y más vale distinguirlos bien para actuar en consecuencia y exigir cuentas claras a nuestras autoridades, tanto locales como federales. Afrontar un problema con las herramientas de la voluntad y del conocimiento es el primer paso para resolverlo. Y la extensa cobertura noticiosa del crimen perpetrado al conductor televisivo –lamentable hecho que evidentemente respondió a un aniquilamiento premeditado– empaña un tema de mayor gravedad: los cotidianos actos delictivos y la impunidad, que son, ambos, los que más afectan a la sociedad en general.
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Por ejemplo, días antes del asunto de marras, otro hombre de negocios sufrió un secuestro. La noticia –provoca tristeza decirlo– parece no haber sorprendido ya a la sociedad, porque los secuestros se han convertido en el pan de cada día. Y esto es gravísimo: dentro de un país urgido de empresarios que inviertan sus recursos en la creación de plazas de trabajo y en el desarrollo de negocios competitivos que estimulen el crecimiento económico, el clima de inseguridad se ha convertido, cada vez más, en un desestímulo. ¿Cómo incentivar a los inversionistas a colaborar con más agresividad con México cuando lo primero en lo que deben pensar es en contratar seguridad personal y para sus familias? Es ridículo.
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Este problema ya no respeta a nadie: empresarios de todos tamaños, ejecutivos y empleados pueden ser, en cualquier momento, víctimas de la privación de su libertad y, es probable, hasta de su vida. Ni hablar ya de los trabajadores más humildes que, en largos recorridos en transporte público, pierden toda la quincena por culpa de los delincuentes.
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Se ha hablado hasta rabiar de este trágico tema, pero no hay síntomas precisos de que las distintas instancias de gobierno lo tengan en su agenda como la gran prioridad nacional. El Programa Nacional de Combate a la Inseguridad, anunciado hace nueve meses, ha arrojado escasos resultados: las calles, sobre todo las de la Ciudad de México, siguen tomadas por la gente que ha hecho de la ilegalidad un modus vivendi.
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Falta aún la gran cruzada, esa que transformó a Nueva York, en muy poco tiempo, en una metrópolis segura para sus habitantes y sus visitantes. Es cuestión de voluntad política.
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