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Lo irracional de la época

Puede que los regalos navideños no llenen las expectativas de quienes los reciben, pero hacen muy felices a los comerciantes.
lun 10 diciembre 2012 04:13 PM

Los santacloses, los renos y las campanitas cada año se nos aparecen más temprano. Por eso es imposible saber cuándo empieza la temporada navideña. Afortunadamente, es relativamente fácil saber cuándo termina: en el momento en el que liquidamos el saldo de la tarjeta de crédito con la que hicimos nuestras compras.

La Navidad sigue siendo una festividad religiosa, pero se ha convertido en un hecho económico de grandes proporciones. Si un Grinch consiguiera eliminar el mes de diciembre del calendario, la mayor parte del comercio al menudeo tendría cifras depresivas. Las ventas navideñas representan entre 15 y 30% de los ingresos totales del año para el sector comercio y hasta 50% en algunos establecimientos. Este periodo es la prueba de fuego para algunos artículos en particular: juguetes, adornos y algunos alimentos típicos de los festejos, pavo y sidra, por ejemplo.

Seguramente que te has dado cuenta de que las cosas cuestan más en la época en que los centros comerciales te bombardean con los villancicos, mientras desarrollan un ataque a nivel tierra con figuritas kitsch made in China. ¿Por qué ocurre esto? La temporada navideña es todo un caso para la economía conductual. El momento en el que se intersectan las estrategias de mercado, nuestros sentimientos (incluyendo el de culpa, por supuesto) y algunas de las melodías más horribles que ha creado la humanidad. ¿Me estás oyendo, Tatiana?

Las compras navideñas son más ineficientes por muchas razones, la más importante de ellas tiene que ver con un argumento que los economistas liberales llevan décadas utilizando: somos malos para decidir por otros. Cuando hacemos un regalo es muy probable que quien lo reciba no lo valore. El mundo es ingrato, cierto, pero hay algo más: la venerable institución de compra de regalos es ineficiente. Esto te queda claro cuando ves la cara que pone tu hijo luego de romper la envoltura de monos de nieve para encontrarse con una pijama. En este mundo de excentricidades, hay un académico que lleva años estudiando el comportamiento económico en la Navidad. Se llama Joel Waldfogel y es investigador en Economía Aplicada de la Universidad de Minnesota. Sus dos décadas de investigación se resumen en una frase: los regalos navideños son satisfacción evaporada. Si inviertes 100 dólares en un presente, la ingrata que lo recibe le otorgará un valor menor al precio que pagaste. El porcentaje varía entre 10 y 40%. En promedio es 20%, según el experto.

La minusvalía depende de la cercanía de la relación. La novia que está en la etapa de la ilusión puede atribuirle a esos aretitos de alambre que compraste en el tianguis de Tepoztlán un precio similar al de aquellos que vio en una boutique de la Condesa. El resto del planeta valora lo que recibe con ojos menos generosos: tu suegra revisará la fecha de caducidad de los chocolates, porque estará pensando que los compraste en un saldo. Tu secretaria te entregará una sonrisa forzada a cambio de esa vela aromática. Tiene la sospecha de que es un roperazo y quizá tenga razón. No lo dice este columnista atacado por un virus del Grinch, lo ha documentado Joel Waldfogel con cientos de encuestas hechas desde finales de los 90.

Hace un par de años, Mark Whitehouse, de The Wall Street Journal, realizó una extraña consulta entre economistas: ¿Qué pasaría si la Navidad desapareciera como festividad, cuáles serían los efectos económicos? Las conclusiones de los expertos fueron las siguientes: los consumidores gastarían más en ellos mismos o realizarían sus compras de una forma en que se repartirían a lo largo de todo el calendario. El proceso de asignación de recursos sería más eficiente porque los regalos se adquirirían a mejores precios y quedarían en manos de aquéllos que los valorarían más.

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La Navidad es un festival de irracionalidad económica, pero es una de las pocas ocasiones que tenemos de quitarnos la armadura para abrazar a la gente que nos importa. ¿Cuánto vale eso?

El autor es director editorial del periódico El Economista.

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