OPINIÓN: Una enfermedad mental puede imposibilitar la habilidad de amar
Nota del Editor: Daniel Smith es autor de Monkey Mind: A Memoir of Anxiety (Simon & Schuster, 2012), un bestseller del New York Times. Ha escrito para The Atlantic, New York y para el New York Times entre otras publicaciones. Síguelo en Twitter: @monkeyminder
(CNN) — Los trastornos de ansiedad le cuestan a Estados Unidos más de 42,000 millones de dólares al año, casi una tercera parte del total de la carga económica de enfermedades mentales en ese país.
Cuando me enteré de esta cifra, no me quedó duda de que representaba un problema real y serio. He luchado contra la ansiedad por casi 20 años, y recuerdo todas las tardes que me he paralizado por el trastorno, abrumado por las cosas que no puedo controlar, atormentado por preocupaciones, tratando de deshacerme del pánico debajo de las cobijas y veo meses y meses de productividad e ingresos limitados.
Las estadísticas sirven para alentar a los legisladores a que gasten más en investigación, tratamiento y (uno esperaría) prevención psiquiátrica. Pero no hay ningún cálculo en el ámbito de las relaciones interpersonales. Sobre todo lo que cuesta a los que sufren de ansiedad tener esa habilidad para amar.
Cuando tenía 21 años, y acababa de concluir una carrera universitaria, me enamoré de una joven llamada Joanna. En esa época vivía uno de mis períodos de ansiedad aguda. Estaba nervioso, distraído, temeroso y obsesionado: no podía dormir, no podía comer, mi libido se había ido. Conocer a Joanna desapareció la agonía. Casi de la noche a la mañana, recobré el sentido de confianza, estabilidad, optimismo y compostura. Ningún terapeuta o pastilla habían hecho eso por mí. El amor, concluí, era el mejor tratamiento para la ansiedad.
Desafortunadamente, lo que el trastorno de ansiedad le hace al amor es mucho más dominante que lo que el amor puede hacer con la enfermedad. La ansiedad es astuta y paciente: muchas veces cede a los estímulos positivos de la vida . Pero no por mucho tiempo. Como el acné o la artritis, la ansiedad siempre está al acecho, lista para reaccionar. Mi ansiedad regresó poco después de que Joanna se mudara conmigo y, cuando lo hizo, rápidamente consumió nuestra relación.
El problema principal era la autoobsesión. Cuando la gente me pregunta cómo se siente la ansiedad clínica, algunas veces hago referencia a The Diving Bell and the Butterfly, las grandiosas memorias de Jean-Dominique Bauby, un editor de revistas francés, quien a sus 44 años sufrió una embolia masiva que lo llevó al síndrome de encierro. Sin poder hablar, Bauby se convirtió en un prisionero de su propia mente.
Alguien que sufre de ansiedad se siente encerrado dentro de su propia mente, con la diferencia de que su mente no puede pensar en nada más que en sí misma. Los pensamientos ansiosos son drásticamente personales. El problema central de ese pensamiento es lo que te afecta, lo que te amenaza, lo que tú necesitas, tú te arrepientes, a lo que tú le tienes pavor, a lo que tú temes. La ansiedad es una condición que te aborbe casi totalmente y lo empeora el hecho de que te das cuenta que no puedes hacer nada al respecto.
Este estado mental afecta las relaciones interpersonales. Personas reconocidas relatan sus biografías cómo han sufrido por esto. Un amante ansioso tiende a cambiar entre la necesidad desesperada y el rechazo. Él o ella nunca pueden decidir si estar en una relación es una fuente de placer o humillación, gozo o dolor.
El ejemplo más destacado que conozco es el de Franz Kafka, posiblemente el amante más incompetente de todos los tiempos. Kafka se pasó cinco años cortejando a su desafortunada enamorada y, al mismo tiempo, tratando de sacarla de su vida. El literato no le ocultó a su amante que era un “hombre enfermo, débil, antisocial, taciturno, tristón, rígido y casi indefenso” con el que la vida sería un absoluto desastre.
Kafka probó su punto y yo también. Una y otra vez empujé y atraje a Joanna en un vaivén desmesurado de cuatro pasos. Primero, era muy inseguro. “¿Realmente estaba enamorado de Joanna?”, me preguntaba a mí mismo. ¿Cómo podía estarlo si no nos gustaban los mismos libros, la misma música, las mismas películas? ¿Sería posible que a lo que yo le llamaba amor haya sido un mero capricho, deseo, lujuria? Segundo, vivía atormentado por mis dudas y mi estado de ánimo era reservado, huraño y hostil . Ignoraba a Joanna, le hacía comentarios horribles, la humillaba frente a sus amigos.
Tercero, Joanna se defendía. Con justa razón respondía con coraje y tristeza. ¿Por qué estaba siendo tan cruel? ¿Qué había hecho ella para merecerlo? Cuarto, aterrado por mi comportamiento, traté inmediatamente y con gran culpa reparar el daño. Le compré flores, mandé mensajes lindos durante el día y puse atención a todo lo que me dijera. Luego, después de un pequeño receso, todo comenzaría de nuevo.
Casi un año después de que Joanna y yo nos mudáramos juntos, finalmente decidió que ya estaba harta y terminó conmigo en una plataforma del metro en Boston. Al principio estaba afligido, pero con el tiempo me doy cuenta que fue lo mejor que pudo haber pasado, porque me dejó claro que la ansiedad no solo es una amenaza para la estabilidad mental, felicidad o ganas de vivir de uno mismo, es una amenaza para toda la humanidad.
Me di cuenta que si no hacía algo para controlar mi ansiedad nunca podría convertirme en lo que yo anhelaba: un buen esposo, buen padre, buen hermano, buen amigo. ¿Cómo ser estas cosas cuando mi enfermedad no me permitía poner atención a la existencia de alguien más, sino solo a mí mismo?
Esta fue la pregunta que me llevó a buscar un tratamiento para la ansiedad. Desde entonces me dedico a aprender cómo mitigar la condición. También me ayudó a pensar cómo volver a ganarme el corazón de Joanna.
Esto no sucedió inmediatamente, o fácilmente. Joanna y yo estuvimos separados por casi tres años antes de que nuestros caminos volvieran a cruzarse y, al principio, ella era cautelosa. Ella conocía de primera mano el tipo de problemas que causaban mi ansiedad.
“¿Cómo puedo saber que no te descarrilarás otra vez?”, preguntó. Le contesté que lo más probable es que sí lo hiciera –dudo que mi ansiedad se vaya por completo algún día–, pero le prometí que nunca más permitiría que mi ansiedad infectara mi amor por ella como lo había hecho alguna vez.
Al siguiente año, Joanna y yo nos casamos y hemos estado juntos desde entonces. Somos constantes y trabajamos juntos para cumplir mi promesa. ¿Cómo no hacerlo? Conozco personalmente el costo del fracaso. Es invaluable.
Las opiniones expresadas en esta columna son únicamente las de Daniel Smith.