OPINIÓN: Nunca es tarde para rescatar a una niña del tráfico sexual
Una noche, ya tarde, nos reunimos con Don Brewster, director de Agape International Missions (AIM) —una organización no gubernamental que combate la prostitución infantil — para echar un vistazo a los karaokes de Camboya, clubes que fungen como pantallas para los burdeles.
Me puse unos jeans y traté de lucir como una turista dispuesta a emprender un recorrido picante con mi "novio" sustituto: nuestro camarógrafo, Scott.
Don nos llevó primero a un pequeño callejón apartado en donde unos pequeños bares de karaoke operan libremente como burdeles baratos. Las niñas estaban sentadas en sillas de plástico en la entrada, maquilladas y vestidas con faldas cortas, tacones altos y sonrisas falsas. Caminamos frente a algunas y nos detuvimos a charlar un poco. Las niñas se ponían de pie, se animaban y se interesaban. Cruzamos la calle y nos acercamos a otra, como si estuviéramos comparando la mercancía en cada sitio.
Entramos a un karaoke; Scott y Don iban al frente mientras entrábamos en los salones. Mi nerviosismo disminuía mientras nos internábamos en el local, en donde una joven con sobrepeso barría frenéticamente el piso de la cocina; nos indicó que subiéramos por unas escaleras hechas de cemento y metal. Pasamos por pasillos bordeados con puertas cerradas, en donde puedo imaginarme que ocurren los actos sexuales.
Nos llevaron a una habitación húmeda con techo bajo; había unos sillones desagradables y una pantalla en uno de los muros. Me abrumó el saturado olor del aromatizante que al parecer se disparó como si se tratara de un nebulizador para cubrir quién sabe qué olor. Casi vomito. Salimos rápidamente del lugar, volvimos a subir al auto y partimos.
La siguiente parada fue la famosa fortaleza de cinco pisos que alberga un karaoke con guardias armados custodiándolo. Don dice que si subimos en el elevador desde el sótano, podemos saltarnos el bar y llegar directamente al piso de los "masajes".
En el quinto piso, llegamos inmediatamente a una "pecera" con ventanas gigantes en donde al menos 20 chicas esperan sentadas en bancas mientras las observan y las eligen. Scott se acerca al vidrio mientras ellas responden a su energía viril, se ponen de pie y se pavonean.
Tenía mi iPhone en la mano y me moría de ganas de tomar una foto; entonces, todo empezó a salir muy mal: una chica vestida de blanco que estaba dentro de la pecera saltó de repente y empezó a gritar: "¡Ella tomó una foto!". Corrió hacia el vestíbulo y una matrona con cara de pocos amigos corrió hacia donde estábamos. La chica nos empujó y me acusó; la gente empezó a agolparse. Mis amigos me recomendaron que borrara la foto… ¡pero si no había tomado ninguna! Traté de defenderme y dije una y otra vez: "No tomé ninguna foto". Cada vez me sentía más nerviosa y la cosa se ponía fea.
Nos apresuramos a regresar al elevador. Tuvimos suerte de salir de allí sin toparnos con los guardias de seguridad, porque entonces habríamos estado en verdaderos problemas. Sin embargo, su conducta confirmó definitivamente el hecho de que allí pasa algo ilegal, que va más allá a la prostitución de mayores de edad. Todos actuaban como si hubiera demasiado que perder.
Nos dirigimos a otro karaoke; este era más elegante aunque tenía menos aspecto de fortaleza que el anterior. El techo del vestíbulo estaba cubierto con pinturas del cosmos. Nos condujeron al interior y nos guiaron por unas escaleras que llegaban al salón de karaoke, en donde nos recibieron unas chicas ataviadas con vestidos formales de satén y cuentas. La sala era amplia y cómoda; tenía una pantalla gigante en un muro y sillones a lo largo de los demás. Las coloridas luces destellaban y cambiaban.
Una mujer mayor entró con cinco chicas vestidas con trajes sastre muy elegantes y sexis, debíamos elegir a una para que se quedara con nosotros. Scott, inmerso en su papel, gritó con su acento neozelandés: "¿Tienes alguna más joven, más fresca?". Las chicas salieron apresuradamente.
Luego entraron más chicas. Estas definitivamente parecían menores. También portaban vestidos más provocativos: llevaban vestidos negros muy cortos. Don eligió una, al igual que Scott, y ambas nos acompañaron. El karaoke empezó de inmediato. Debía cantar con entusiasmo para justificar mi presencia, para que nadie se preguntara: "¿Qué hace aquí esta mujer blanca?".
Al poco rato empezaron a contarnos su historia. La chica que estaba sentada junto a mí —la que Scott eligió— es extremadamente bonita. Es imposible adivinar su edad: dijo que tenía 21 años, pero yo creo que tenía 14. Dijo que no es originaria de Phnom Penh y que trabaja allí porque su familia es muy pobre y necesita el dinero. Su familia no sabe a qué se dedica, explicó. Si se enterasen, estarían furiosos con ella. Tiene una sonrisa muy linda, pero hay momentos en los que noté que su sonrisa se desvanecía y lucía muy triste.
Ella escogió una canción del catálogo del karaoke, un éxito popular en camboyano; tiene un video en el que se ve a un cantante frente a lo que parece un baile de preparatoria al estilo estadounidense, como un baile de graduación. Me dicen que la canción se titula Only One Virginity (Solo hay una virginidad) y que habla de que una chica es como una flor y que solo hay un momento en el que tiene el mayor valor.
Nuestra joven acompañante cantó con pasión y actúa con dedicación, aunque a veces desentonó. Luego me contó que ella escogió esta especialmente y que deseaba conocer a un hombre que fuera a pedir su mano a sus padres, que la respetara. Traté de que hablara sobre lo que esperan de ella los hombres que van allí, pero no profundizó demasiado.
Vi que Don estaba muy ocupado con la chica a la que invitó: le mostraba un video en su iPhone, en el que una chica del centro que dirige cuenta cómo pudo escapar de un karaoke y que ahora tiene un empleo que le emociona y que está mucho más feliz. Estaba muy intrigada con el video y le dio su número de celular para que la chica del video pudiera llamarla y saber qué había pasado.
Le entregué el iPhone de Don a nuestra joven acompañante. Afortunadamente, las recepcionistas parecían no estar interesadas en lo que hacíamos: todo el salón estaba a la vista de las cámaras de seguridad distribuidas por los rincones, pero nadie se nos acercó para detenernos. Ella observó y escuchó el video con mucha atención. Luego dijo que le había gustado.
"Sé que es difícil confiar en unos desconocidos como nosotros", le dije. "Pero tengo hijos (le mostré las fotos de mis cuatro hijos y una en la que estoy abrazando a mis dos hijas) y no me gustaría que mis hijos estuvieran en una situación como esta".
No nos dio su número de teléfono, pero le dijimos que no había problema, que la vocera de Don llamaría a su amiga y luego le dimos la tarjeta de Don. Enfaticé que esta oportunidad estaba tocando a su puerta y que debería abrir, que era su oportunidad de tener una vida más feliz.
Nos abrazamos y nos despedimos; luego regresamos a los autos. No tenía idea de que me involucraría en los esfuerzos por reclutar a las niñas para que abandonaran la vida de los karaokes y recibieran los servicios de la ONG de Don. ¡Qué noche!