Ya sea que este día genere pérdidas de 6,000 o de 26,000 millones de pesos (rango donde oscilan las estimaciones económicas), es un choque fuerte y costoso para demostrar que las mujeres somos tan importantes como los hombres, y queremos una sociedad mucho más justa, segura, que nos permita competir en igualdad de circunstancias y que no dificulte nuestras actividades diarias.
El feminicidio es la consecuencia última y atroz del odio a las mujeres. Sin embargo, no es la única forma en la que nos matan. Hay parejas que aniquilan a sus esposas con sus palabras denigrantes. Hay familias que matan el futuro de sus hijas porque no es relevante invertir en su educación. Hay organizaciones que matan las oportunidades laborales femeninas cuando las corren después de un periodo de maternidad o al enterarse que hay un embarazo.
Y sí, también hay autoridades gubernamentales que matan la protección de las mujeres por falta de políticas públicas efectivas para prevenir los crímenes en su contra.
Todo esto no va a cambiar de la noche a la mañana. Sin embargo, #UnDíaSinMujeres es un manifiesto de que estas acciones tienen un costo altísimo tanto político como reputacional. En ese sentido, el caso de la UNAM ha sido muy ilustrativo de las dimensiones que pudiera llegar a alcanzar este descontento. Es una campanada que debería despertar a la sociedad mexicana y llevarla, como dice mi compañera Alexandra Zapata, por un camino de reflexión a todos los niveles.
Si el 9 de marzo nos permite a todos hacer una pausa para pensar sobre qué podríamos hacer para eliminar las manifestaciones de violencia, ya hay un avance. Las conclusiones de esa reflexión deberían después concretarse en pequeñas o grandes acciones para incrementar el bienestar de las mujeres. Por ejemplo, empoderar a otras mujeres, balancear mejor las cargas dentro de la familia, implementar protocolos y mecanismos de denuncia al interior de las empresas y ajustar la manera en la que educamos y lo que les enseñamos a nuestras niñas y niños.