Hay jóvenes que son educados desde pequeños para emprender, mi vida fue distinta. Nací en Tabasco y, todavía hoy, si en un salón de clases de primaria se les pregunta a los niños qué quisieran ser de grandes, la respuesta más ajena sigue siendo ser emprendedor. El emprendimiento es un concepto extraño para los jóvenes y no tan jóvenes en una buena parte de México. Las noticias sobre unicornios, zebras o camellos, rondas de capital y chavos galanes, vestidos a la Steve Jobs en las portadas de revistas de negocios, son totalmente ignoradas en una buena parte de México como para poder inspirar el futuro de alguien.
Como muchos jóvenes tabasqueños aspiracionistas, en medio del calor y unos padres extraordinarios, pensaba que ser político era mi deber. Me había convencido mi entorno de niño nerd; tenía buenas calificaciones, sabía dar discursos en público y podía mover las manos con la gallardía de un Miss México con acentos tropicales.
Ya para principios del año 2000 había estudiado la Licenciatura en Economía en el ITAM y una Maestría en Políticas Públicas en Harvard, había trabajado de achichincle de tecnócrata en la reforma al sistema de pensiones mexicano, en la administración pública tabasqueña y nuevamente de achichincle en una campaña a diputado federal. Si estaba trabajando en consultoría era porque sonaba interesante, aprendía, pero, sobre todo, porque estaba a la caza de una oportunidad para cumplir mi supuesto destino. Así, en la antesala de un cuadro de ansiedad, el 1 de mayo del año 2000 di el salto a ser parte, junto a cuatro cofundadores, de Metroscubicos.com, mi primer emprendimiento.
Hoy describo aquel momento de forma totalmente distinta a la que utilicé en aquel entonces. La palabra emprender y toda la plétora de acrónimos que hoy se utilizan para adjetivar al emprendimiento no existían. Por accidente, por suerte o por necio, fue hasta el año 2004, cuatro años después, que me asumí conscientemente como emprendedor; fui elegido Emprendedor Endeavor y había conocido una serie de jóvenes más o menos igual de desorientados y solos, profesionalmente, que yo.
La palabra emprendedor la empezamos a sentir cómoda para describirnos, para burlarnos de nuestras aspiraciones, para crear nuestro propio muro de lamentaciones cotidiano junto con visiones y alucinaciones de éxito. Era tomar nombre, pero, sobre toto, ser parte de una comunidad, una red que efectivamente era más fuerte que cada individuo en solitario.
Tener un sustantivo al cual apelar para autodescribirse hizo más fácil el digerir que traicionaba lo que mi entorno familiar, social, y yo mismo pensé que se esperaba de mí. Me sentí cómodo en mi trabajo de siete días de la semana, de ingresos raquíticos, y de emociones y aprendizajes que me motivaban a empezar todos los días con un ánimo a prueba de estrés y angustia.