La nueva ola de aranceles de Donald Trump —esta vez contra la industria automotriz— es mucho más que una táctica de negociación. Marca un punto de quiebre. En su primera presidencia ya comenzó a desmantelar el orden multilateral y a redibujar la integración económica de América del Norte. Su segunda administración parece estar determinada a culminar esa transformación con una ruptura aún más profunda.
Fin del libre comercio, ¿y ahora qué?

Para México, esto representa más que un riesgo económico: desafía el modelo de desarrollo que hemos seguido durante más de tres décadas. Desde 1994, cuando se firmó el TLCAN, México se volvió un eje clave en la cadena automotriz de la región. Hoy es el cuarto exportador de vehículos ligeros del mundo y el séptimo productor global. Este sector genera un millón de empleos directos, más de dos millones indirectos y representa 3.5% del PIB nacional y 17% del manufacturero. Más del 85% de los vehículos ensamblados aquí se exportan, y el 76% va a Estados Unidos. Esta integración trajo una eficiencia sin precedentes: un auto puede cruzar la frontera hasta ocho veces durante su ensamble. Las piezas se producen donde conviene más, en un sistema basado en ventajas comparativas y confianza mutua. Hoy, esa lógica está en crisis.
Con el T-MEC, Estados Unidos ya había endurecido las reglas: el contenido regional subió de 62.5% a 75% y se impusieron requisitos salariales. Aun así, la industria logró adaptarse. Pero un arancel generalizado del 25% a la importación automotriz representa un cambio de modelo.
Estamos entrando en una era de bloques cerrados y políticas industriales agresivas disfrazadas de “seguridad económica”. En este nuevo escenario, México no puede asumir que conservará su posición privilegiada como socio de Estados Unidos. Aunque el gobierno de Claudia Sheinbaum busca mantener esa cercanía, las estrategias actuales no bastan para enfrentar la magnitud del desafío. Son tan solo un remedio casero comparado con la cirugía mayúscula que necesitamos.
Durante años, apostamos todo a una estrategia de apertura externa. No es casual: más del 80% de nuestras exportaciones van a Estados Unidos, y la mitad de ellas vienen del sector automotriz. Hace unos años esta dependencia era una fuente de poder, hoy nos hace vulnerables. Mientras se privilegiaba el comercio, el mercado interno fue abandonado. Las pequeñas y medianas empresas —que generan más del 70% del empleo formal— quedaron fuera de las cadenas de valor. La inversión en ciencia y tecnología se estancó, y nunca se consolidó una política industrial coherente.
Incluso gobiernos que se dicen anti-neoliberales —como el de la 4T— terminaron defendiendo el T-MEC como garantía de estabilidad. AMLO criticó el modelo anterior, pero basó su estrategia económica en la fe de que la inversión extranjera y las exportaciones resolverían todo.
Esa fe ya no alcanza. Frente al resurgimiento del proteccionismo y las guerras comerciales, México debe hacer lo que ha postergado por años: diversificar su economía, fortalecer el mercado interno, integrar a las pymes a las cadenas de valor y mirar seriamente hacia América Latina.
Y no basta con proyectos sexenales ni medidas aisladas. El Plan México y la certificación “Hecho en México” apuntan en el sentido correcto. Pero hace falta una visión de largo plazo, políticas públicas sólidas, infraestructura tecnológica, educación técnica de calidad, financiamiento productivo y una estrategia industrial que conecte con la transición energética y digital. En otras palabras: necesitamos un nuevo modelo de desarrollo centrado en el mercado nacional.
La industria automotriz, clave en nuestra historia reciente, es también la más expuesta a perder terreno. México ha sido atractivo por su mano de obra calificada, su ubicación y sus tratados. Pero hoy eso ya no es suficiente. La transición hacia vehículos eléctricos, la automatización y el proteccionismo están reconfigurando dónde y cómo se invierte. El mercado mexicano ofrece muchas áreas de oportunidad. Debemos reaccionar ante la nueva realidad de pasar de ser un socio estratégico para convertirnos en una plataforma de ensamblaje prescindible.
Adaptarse no basta. Electrificar el transporte implica relocalizar cadenas críticas como las de baterías y semiconductores, donde nuestra participación aún es incipiente. También exige capacidad de innovación, una red de proveedores más sofisticada y políticas que impulsen la producción limpia y la tecnología nacional. ¿Estamos listos? Todavía no.
Aun así, hay oportunidades. Nuestra base manufacturera es sólida. Podemos convertir esta crisis en oportunidad, pero solo si lo acompañamos con políticas inteligentes, esfuerzos colectivos, infraestructura adecuada, certeza jurídica y claridad estratégica. La cooperación regional —con América Latina, Canadá, Europa y Asia— será esencial para reducir la excesiva dependencia de Estados Unidos.
Ya no hay espacio para la inercia ni las excusas. Durante años postergamos decisiones clave. Hoy urge actuar con determinación, construir lo que no hicimos y corregir lo que dejamos pendiente. Seguir improvisando solo agravará nuestra fragilidad.
El sector privado no puede seguir como observador. Ya no es suficiente adaptarse; hay que tomar el liderazgo. Eso implica tener visión, colaborar con el gobierno y la academia, invertir en el talento nacional y comprometerse con el país más allá del siguiente trimestre fiscal. Porque, si no redefinimos nuestro modelo de desarrollo, otros lo harán por nosotros. Y no será en nuestros términos.
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Nota del editor: Isabel Studer es Presidenta de Sostenibilidad Global. Síguela en LinkedIn . Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.
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