En México, la educación financiera se ha abordado tradicionalmente desde una óptica individual. Saber ahorrar, planear, no endeudarse, invertir: todo desde el esfuerzo de una persona. Pero ¿y si pensamos diferente? ¿Y si la educación financiera no fuera un esfuerzo solitario, sino un acto colectivo?
Del crédito a la comunidad. La educación financiera como acto colectivo

Hagamos eso: pensemos en la alfabetización financiera como una práctica comunitaria. Una que entienda que el dinero no es sólo “un tema personal” sino una fuerza que impacta y se ve impactada por el entorno. Que aprender de finanzas no sea un privilegio técnico, sino una práctica que nos vincula a otros a través de compartir estrategias, errores, herramientas, etc.
En Oaxaca por ejemplo, varias comunidades rurales han creado esquemas de ahorro colectivo que permiten a las familias financiar proyectos, enfrentar emergencias o evitar endeudamientos abusivos sin depender de las apps o los bancos tradicionales. El dinero circula con reglas claras, construidas por y para quienes habitan. Ahí, la confianza no es discurso: es estructura.
También hay redes de mujeres emprendedoras que se organizan para aprender juntas a fijar precios, usar microcréditos sin caer en trampas financieras o entender sus obligaciones fiscales. Esa es educación financiera, aunque no venga en un manual.
Estos ejemplos muestran que lo que transforma no es el dinero, sino la información compartida, la organización y el acompañamiento. La verdadera inclusión financiera no empieza con un crédito, sino con el conocimiento para decidir si ese crédito conviene o no.
El panorama nacional es retador: la mitad de la población vive con un bajo bienestar financiero y una tercera parte no podría enfrentar una emergencia económica. ¿Cómo hablar de ahorro cuando muchas personas apenas sobreviven al día? ¿Cómo hablar de planificación sin considerar las brechas estructurales?
Muchas estrategias institucionales fallan porque parten del privilegio: suponen que todas las personas tienen acceso a internet, estabilidad de ingresos o tiempo libre para aprender. Y no es así. Hay quien no puede ahorrar porque simplemente no le alcanza. Hay quien evade hablar de deudas porque las vive como un fracaso personal. Hay quien nunca aprendió a planear porque toda su vida ha vivido al día.
Necesitamos un enfoque distinto. Uno que empiece desde tres frentes prioritarios:
Primero: la escuela. La educación financiera debe ser parte del sistema obligatorio desde la infancia, con contenidos diseñados para distintas realidades económicas.
Segundo, el hogar. Necesitamos romper con la idea de que el dinero no se discute. Hablar de finanzas debería ser tan común como hablar de salud. Madres, padres y cuidadores deben tener herramientas simples y accesibles para enseñar con el ejemplo.
Tercero, la comunidad. Espacios como círculos de apoyo financiero, donde personas de distintas edades y contextos compartan sus experiencias económicas, errores, aprendizajes, miedos, son vitales. Como las “fuckup nights”, pero sobre finanzas, sin pena, sin juicio.
También se requiere un cambio desde el ecosistema financiero: bancos, fintechs, sector público y educativo deben comprometerse a construir entornos donde aprender sobre dinero no sea doloroso, sino empoderador. Desde interfaces más humanas hasta políticas públicas que no culpen al usuario sino que lo acompañen.
No se trata de volvernos expertos. Se trata de vivir con menos miedo. Porque hablar de dinero también es hablar de dignidad. Y eso no debería ser un lujo.
La alfabetización financiera no es un manual, es una práctica colectiva que reconoce contextos, acompaña decisiones y multiplica posibilidades. Solo así dejaremos de sobrevivir para empezar a construir bienestar. Juntos.
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Nota del editor: Ilse Canela es Chief Marketing Officer en Solucredit | Cofundadora y CMO en Imagina Lab. La opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.
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