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Con las redes sociales, ¿todos somos periodistas?

Que cualquier persona pueda dar a conocer lo que sea desde donde sea plantea retos al periodismo y a los lectores, según León Krauze
dom 20 febrero 2011 06:44 AM
egipto facebook
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*NOTA DEL EDITOR: León Krauze es un periodista mexicano. Este texto es un extracto del artículo "Todos somos periodistas" publicado en la edición de febrero de la revista Life & Style

(LIFE & STYLE)— Es difícil imaginar alguna otra actividad humana que se haya visto tan directamente modificada por la revolución tecnológica como el periodismo. Gracias al progreso, la recolección, digestión y difusión de información ha vivido el más admirable de los fenómenos: se ha democratizado.

Le propongo un experimento. Teclee la dirección www.liveleak.com en su navegador. Luego regrese. ¿Listo? ¿Qué descubrió? Permítame que le diga: encontró la prueba de que el periodismo, a principios del 2011, nos pertenece a todos. El eslogan de la página es “Redefining The Media” (Re definiendo los medios). LiveLeak no exagera.

Al momento de escribir este texto, la página principal de LiveLeak ofrecía videos donde era posible ver, gracias al testigo presencial, al periodista ciudadano; desde un arresto lleno de abusos en Rusia hasta una casa siendo despedazada por un río desbordado en algún lugar de Asia. ¡Ah! También un video de una operación violentísima en Afganistán grabado con una cámara equipada para captar imágenes nocturnas.

Todo esto había sido publicado en las últimas dos horas. Un retrato fiel del mundo, sin intermediario alguno, en cuestión de segundos. Periodismo en estado puro. Todo gracias a la inventiva y curiosidad de los presentes, pero también a la tecnología, que les ha dado herramientas capaces de informar como nunca antes y, en más de un sentido, cambiar el mundo. 

Aunque los ejemplos sobran, pensemos sólo en un episodio.

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Es el 20 de junio del 2009 y Neda Agha Soltan , una joven mujer iraní, camina por las calles de Teherán. Harta del calor, ha bajado de su auto. No le importa que la ciudad sea un polvorín, sacudida por las manifestaciones tras el evidente fraude electoral que le ha dado de nuevo la presidencia del país a Mahmoud Ahmadinejad.

Neda avanza por una de las grandes avenidas de la ciudad y, junto con un profesor, se dirige hacia una de las marchas de protesta. De la nada, una bala le atraviesa el pecho. Cae al suelo y varios de los presentes tratan de salvarle la vida. Pero es demasiado tarde: mientras alguien graba la escena en un celular, la mirada de Neda se va para no volver más.

El video de la muerte de Neda da la vuelta al mundo. Twitter, Facebook, YouTube y todos los canales de televisión del planeta lo recogen. En horas, el trabajo de un periodista ciudadano, de un testigo con la valentía suficiente como para no quitar la cámara al verse confrontado por el horror de la violencia, hace de la muerte de la mujer un grito de indignación y batalla.

Y consigue algo aún más extraordinario: exhibe de manera definitiva al régimen iraní que, como todos los gobiernos autoritarios del mundo, apuesta no por la transparencia que provee el periodismo ciudadano moderno sino por la opacidad, la penumbra, la nube.

Al final, la difusión de la muerte de Neda, acto supremo del periodismo de nuestra época, logra lo que, en el fondo, está en la esencia misma de la profesión: la consecución de la Verdad.

Pero, como cualquier momento histórico donde florece la libertad, esta época del periodismo implica también riesgos mayúsculos. Hace unos meses publiqué un texto en el que advertía un posible momento crítico en el uso de Twitter en México. Como ningún otro medio, Twitter encara las posibilidades y las amenazas de la era. Directo, vertiginoso y sintético, es capaz de difundir una noticia en cuestión de segundos . Para los usuarios, el frenesí informativo puede resultar tan embriagante que, por momentos, parecen dispuestos a dejar de lado el filtro de la más elemental verosimilitud.

El caso que me impulsó a escribir aquel texto es emblemático. Así lo describía yo a principios del 2010:

El jueves de la semana pasada, Twitter amaneció sacudido por la supuesta noticia de un doble asesinato. Una usuaria bajo el apodo de @atorreta había sufrido un asalto después de cenar con su novio y ambos habían sido baleados. El cuñado de la chica había narrado la muerte de ambos desde el Hospital General de las Américas en Ecatepec.

De inmediato, Twitter se desbordó de indignación. Y luego de ánimo justiciero.

A los periodistas que participamos con asiduidad comenzaron a llegarnos mensajes violentos: “¡A ver si le haces el mismo caso a @atorreta que a Cabañas!” , me dijo alguno. “La inseguridad ha llegado a Twitter. Descanse en paz @atorreta”, decía otro. “¡Justicia, justiciaaa!”, gritaba alguien más.  Jamás medió mesura alguna. No hubo un momento de reflexión. Ya imagina el lector la lección: horas más tarde quedó claro que la historia era falsa.

En la era de Twitter y LiveLeak, como en la de los viejos diarios, existe un mantra inviolable: el medio vale lo que vale su credibilidad, lo mismo que el periodista. Es ahí, curiosamente, donde el nuevo y el viejo periodismo se tocan.

Nos guste o no, la libertad que dan los aparatos dignos de ciencia ficción que miles de millones llevamos en los bolsillos implica también una responsabilidad .

Nunca antes tantos nos hemos podido comunicar con tantos de manera tan clara y directa. Hoy, la noticia vuela, acabando con rumores y medias verdades mediante la rotundidad de los hechos. Y no sólo eso. En los tiempos que vivimos, la comunicación cumple con el ideal soñado por los padres de la teoría de la materia: la retroalimentación inmediata.

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