OPINIÓN: Y muy tarde comprendí
Nota del editor: Esta columna se publicó originalmente en la edición 371 de la revista Quién , ' El último Divo: Juan Gabriel', correspondiente a agosto de 2016. En internet se publicó el 30 de agosto de 2016.
(Expansión) – Presentamos un extracto del texto sobre Juan Gabriel que el escritor realizó para el libro México en Quién, publicado para celebrar el aniversario 15 de la revista Quién. Fadanelli cuenta cómo la música del Divo de Juárez es parte esencial de la cultura y el arte popular en nuestro país.
La conozco tanto que no sé quién es. Y esta frase es perfecta y contundente, aunque a simple vista no lo parezca. Hay personas que de tan conocidas duelen. Se transforman en fémures, costillas y memoria. La intimidad sorprende más cuando se nos impone: el viento no se detiene a meditar en los obstáculos que encontrará a su paso: avanza y toma su camino.
Durante el breve tiempo en el que transcurrió mi adolescencia, Juan Gabriel no se había convertido todavía en el ídolo vivo y más querido de la cultura popular. En aquel entonces, principios de los años 70, él era sólo un joven cantante que, pasito a pasito y humildemente, entraba a tu casa, se acomodaba en ella y tarde o temprano se ganaba la simpatía de sus anfitriones. Tal ha sido una de sus virtudes más evidentes: abrirse puertas y entrar hasta a la casa más huraña. Y después quedarse.
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En aquella época, mi madre todavía escuchaba canciones en la radio mientras realizaba sus labores hogareñas; o ponía un acetato a girar en nuestra flamante consola Stromberg-Carlson comprada en abonos apenas unos años atrás. Ella no era feliz, sin embargo, la música le hacía menos ásperas e inhóspitas las mañanas y el eterno comenzar de nuevo otra vez.
Allí descubro una de las razones por las que yo valoro más el silencio a la hora matinal del primer sol que por las noches: la música me recuerda la felicidad nunca encontrada. Mi familia habitaba una casa en el sur de la Ciudad de México, a unos metros del canal de Cuemanco y de sus moscos volando al ras de sus aguas turbias. De entre mis vecinos y en aquella colonia hice mis primeros amigos verdaderos... Ninguno de nosotros poseía todavía un gusto y las canciones que escuchábamos entonces se desvanecían sin vida en nuestra mente apenas en el andar de unos cuantos días...
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Aún me encontraba a salvo del gusto obstinado, maduro o refinada que acaba convirtiéndote en bestia que bala y pertenece a un solo rebaño. Y en la radio de mi madre se escuchaba ya la voz de un tal Juan Gabriel: “No tengo dinero / ni nada que dar / lo único que tengo es amor para amar / si así tú me quieres / te puedo querer / pero si no puedes / ni modo qué hacer”. Su canto no estorbaba a nadie. ¿Cómo iba a hacerlo? Un estribillo cándido exclamado por una voz juvenil y sentimental no tenía la fuerza suficiente para emocionarnos, a nosotros, sangre de ciudad. Y no obstante su aparente simpleza, lo dejábamos sonar en paz, estar, como si fuera el tímido y modesto florero que una noche trágica en el futuro arrojaremos contra la pared, contra el amante o la aventurera que nos ha hecho daño una y otra vez más.
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Mi madre, por su parte, continuaba siendo fiel a Celia Cruz y a cada uno de los cantantes de la Sonora Matancera, pero su gusto poseía grietas considerables y una mañana se sorprendió siguiendo una letra ajena a su debilidad, una balada ranchera en voz de Angélica María: “Que sufrí para olvidar tus besos / que me tuve que ir / y muy lejos / y ahora que me miras me preguntas / que si te quiero / ya no te quiero”. ¿En quién pensaba mi madre? La sentida rumia, el melodrama humilde y melancólico del joven compositor venido de Ciudad Juárez, Alberto Aguilera, había comenzado a echar raíces en una tierra atenta y fértil a las baladas plañideras, al melodrama y a la constante traición sentimental...
nullDespués de muchos episodios de necesidad trágica, la fortuna, jamás prostituta, comienza a rodar en otro sentido y la fama crece, al principio ligera, después, glotona y gorda, pero todas las veces real y ligada al sentimiento genuino de un público dispuesto a complacerse y a otorgarle voz a su intimidad. A Juan Gabriel nadie le ha dicho qué debe hacer para ser él mismo: él se planta y crece sin barreras allí donde lo pongan, sea en la mesa de una fonda, en el escenario de un cabaret o delante de una sinfónica nacional. Él sólo sigue sus propios pasos. Las lágrimas y la lluvia se confunden y se unen
dentro de una metáfora acuosa y, de tan violada, virginal. “Lloviendo está / y a través de la lluvia / hay un triste adiós / y un amor termina / mis lágrimas no miras / la lluvia las confunde / y aunque yo estoy llorando / por mí no te preocupes”.
¿Cómo es que logro recordar esta canción si han pasado casi 40 años desde que la escuché por primera vez?... Y es que cuando Juan Gabriel y sus intérpretes vendían millones de discos y aquellas canciones devoraban la radio en los años 70, yo no encontraba todavía refugio en un gusto musical definitivo. Y si hubiera encontrado tal refugio, este se habría visto interrumpido, ya que en cualquier taxi, en la televisión o en las bocinas del transporte urbano la melodía popular se imponía en la sensibilidad, como un tatuaje marchito... Y mientras los Sex Pistols y Jimi Hendrix se alzaban en mi horizonte como un símbolo futuro, un horizonte caótico, negro y drogadicto, yo parecía no darme cuenta de que la música de Juan Gabriel sonaba a mis espaldas y bajo la tierra, en las taquerías y en las bocinas de una feria itinerante, como el murmullo de un buen diablo que apenas si comienza a asomarse.
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... En el libro Escenas de pudor y liviandad, Carlos Monsiváis escribió: “A Juan Gabriel nada le ha sido fácil, salvo el éxito”. Ha sido así, pero sobre todo, en un detalle que es más bien monumental: poner el machismo mexicano de su parte; ser una "señora" y un "señor" cuando él lo ha querido. El público que lo a lo largo de dos décadas utilizó con frecuencia obscena el nombre de Juan Gabriel como una alusión a las manera femeninas, abandonó, al finalizar el siglo XX, sus juicios lapidarios y lo adoptó como un ídolo absoluto y omnipresente.
Monsiváis, en el libre antes aludido, cita a Juan Gabriel cuando este confiesa que no le gusta leer, que eso le aburre. Y al saber lo anterior yo no me molesto ni alzo la voz, agraviado. La honestidad no es desvergüenza y el compositor que vive en Juan Gabriel no se inmuta: él no lee, pero escribe canciones y se ha empeñado toda la vida en llegar a ser quien es. ¿Por qué va a detenerse en las hojas de un libro si las lágrimas pueden ser más graves y certeras que los conceptos? Los santos se acercan más a la verdad que los científicos. No se explica lo que se sufre. A fin de cuentas, una mujer se marcha y ninguna razón o argumento razonado va a convencerla de volver. Sólo existe una posibilidad en el horizonte, rogar e implorarle: “Pero no me dejes nunca / nunca, nunca / te lo pido por favor”.
null... Cuatro décadas ha engullido el tiempo desde que yo escuchara por primera vez sus melodías y él entrara a mi casa, a la ciudad y a la vida cotidiana de mis vecinos y familiares. La caída en el tiempo me ha llevado por derroteros inesperados. Mi gusto en la música es heterogéneo, libre e intuitivo. El mundo de la farándula y el poder que rodea a Juan Gabriel me es ajeno e indiferente, pero el compositor y cantante nacido en Parácuaro y formado en Ciudad Juárez es un ser singular y su figura no admite, desde mi punto de vista, reclamaciones. ¿Qué clase de reproche hacia él podría ser legítimo? Ninguno. Si la claridad es el desprestigio del filósofo, como escribiera José Gaos, la claridad y sencillez es el oro del compositor popular.
* Guillermo Fadalleni es escritor. Fundó la revista y editorial Moho. Entre sus obras destaca ¿Te veré en el desayuno? Publica en El Universal. Sigue al autor en su cuenta de Twitter @GFadanelli . Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad del autor.