La primera vez que vio el cuerpo de un difunto tenía 13 años. José Varela acompañó a su papá al trabajo aquel día. No fue a una oficina o a un local comercial: su papá operaba el horno de cremación de una de las primeras funerarias de J. García López en la Ciudad de México. Entonces inició su carrera como técnico de cremación. No estudió para ella realmente, aprendió de su padre y ahora es el encargado de capacitar en el oficio a nuevos jóvenes, incluido uno de sus hijos.
De oficio, cremador: El último adiós no es tan espeluznante
En la casa funeraria de J. García López en Pedregal, el martes era un día tranquilo. Había un par de servicios que habían durado toda la noche y se acercaba el momento en que Varela entraría a cuadro. Desde las salas de velación no se sabe dónde está el cuarto de cremación. Para llegar a él, la casa tiene pasillos ocultos y un elevador por el cual trasladan el ataúd hasta el sótano.
“A lo mejor cuando empiezas sí se siente un miedo, pero luego le vas agarrando cariño. Ya no son cosas feas, es algo que termina gustando. Al inicio me daban miedo ver el cuerpo, saber que era un muerto y luego cuando se estaba quemando, pero eso es de dos o tres días, luego ya empiezas a acostumbrarte”, dice Varela mientras se alista para empezar a trabajar.
Varela espera el ataúd en un cuarto sencillo y sobrio. El cuarto gris tiene una plancha, una pequeña grúa en el techo, una trituradora y un horno. Ahí, Varela tiene un escritorio, un pequeño locker y una radio. Escucha música desde que inicia su turno por la mañana y durante las 12 horas que puede llegar a estar ahí. En un día ajetreado, dice, puede cremar entre cuatro a cinco cuerpos e incluso 12 en algunas unidades con mayor afluencia.
Su labor inicia al sacar el cuerpo del ataúd con ayuda de una grúa, que lo levanta y coloca en una plancha con rodillos. Varela empuja la plancha hasta el horno. Al cerrar la puerta, oprime el botón de encendido, en el extremo opuesto. El horno llega en minutos a más de 700 grados centígrados. Ya solo queda esperar. El proceso dura poco más de una hora y, al sacarlo de la urna, Varela aún debe pasar los restos por un triturador para que convertirlos en polvo muy fino.
El técnico aprovecha ese tiempo para grabar la placa que llevará la urna del difunto y escuchar música. Así ha sido su vida en los últimos 25 años, de los cuales 21 ha trabajado en J. García López. El oficio ahora lo enseña al resto de los jóvenes que trabajan en el proceso de cremación en la funeraria, incluido uno de sus hijos. “Al otro también le gusta, solo que es más chiquito”, dice asombrado. Hasta ahora, ha capacitado a los ocho jóvenes que ahora trabajan en cremación y quienes ya estaban en la empresa haciendo otras labores.
El proceso ha cambiado mucho a lo largo de los años. Los hornos viejos eran distintos, no contaban con grúas para cargar los cuerpos y lo tenían que hacer entre varias personas. Parte del oficio lo aprendió de su padre y otra parte de las capacitaciones de los fabricantes del horno. “La tenemos que tomar bien porque no sabemos inglés y todo se debe quedar en la mente para poder hacerlo”, dice.
A su familia ya no le da miedo su profesión, pero sí a otros. Varela tiene todo tipo de anécdotas: muertes por accidentes aéreos, cuerpos medio comidos por sus mascotas… Ya nada le atemoriza. “Comienzas a ver la muerte como algo normal, nadie sabe cómo se va a morir”, dice.