Fátima Navarro ha experimentado una ansiedad como nunca antes. En los seis años que lleva ejerciendo su especialidad médica, ha atendido a muchos pacientes críticos en un quirófano. Ella es anestesióloga y, antes de entrar a cirugía, sabe a detalle cuál es el diagnóstico de cada paciente. Esta vez es diferente.
Anestesióloga en tiempos Covid-19, entre el miedo y la vocación
“Por ahora, solo atendemos urgencias. Los pacientes para cirugía se reprogramaron para evitar posibles contagios. El hospital donde laboro no es Covid-19, pero a diario llega gente con síntomas respiratorios. Es muy estresante operar sin saber si los pacientes están contagiados o no. Aunque se les hace la prueba, los resultados tardan tres días. No podemos esperar ese tiempo cuando se trata de cirugías de urgencia”, dice.
La anestesióloga trabaja en el Hospital General de Chihuahua. Ahí mismo estudió su especialidad. Recuerda que fue en 2011 cuando pisó por primera vez ese lugar. Recién había terminado la carrera de Medicina General en la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Chihuahua.
“Siempre supe que quería estudiar medicina y enfocarme en el bienestar de las personas. Como médico sientes satisfacción cuando los pacientes mejoran. Y también te sientes mal cuando no. Pero nunca te imaginas situaciones como la que estamos viviendo. Se siente miedo a diario. Es algo nuevo para lo cual no estábamos preparados”, expresa.
Su turno comienza a las 7:00 de la mañana. Al llegar, le toman la temperatura y le dan gel antibacterial. Se dirige al vestidor de doctoras. Guarda su ropa en una bolsa, se pone el uniforme quirúrgico, se cambia los zapatos y los reviste con unas botas especiales. Se recoge el cabello, se coloca una cofia y un cubrebocas.
Pero las medidas preventivas no quedan ahí. Con la propagación del coronavirus, se ha reforzado la protección. Fátima gastó alrededor de 8,000 pesos en unos lentes, cubrebocas N95, careta, guantes de nitrilo, máscara de plástico y un traje de hule.
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“El traje de hule sólo se utiliza cuando el paciente es altamente sospechoso. En esos casos, me siento astronauta. Los cubrebocas a veces son asfixiantes, pero una vez que los traigo puestos ya no me puedo volver a tocar la cara, ni retirarlos ni siquiera para tomar agua. Tenemos que estar bien para atender a la gente”, exclama.
Cada cirugía tarda de una a tres horas. Al día, Fátima anestesia e intuba entre 10 y 12 pacientes. Un procedimiento que la obliga a estar a dos centímetros de la cara del paciente. Intubar es de rutina. Cuando una persona es anestesiada, sus pulmones dejan de respirar. Por ello, debe realizarse una intubación endotraqueal que permita mantener abierta la vía respiratoria, con el fin de suministrar el oxígeno. Eso hace Fátima.
Con sus compañeros, han improvisado un videolaringoscopio. Eso les permite retirarse un poco del rostro del paciente. Para hacerlo, compraron una cámara en Amazon. E imprimieron el armazon en 3D.
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Cuando hay sospecha de coronavirus, los pacientes son operados en un quirófano en particular. Cuando no, se les da seguimiento en las demás instalaciones del hospital. Ahí son atendidos desde bebés, mujeres embarazadas, jóvenes, hasta personas de la tercera edad.
Para Fátima, todos pueden ser pacientes COVID-19. Además de que existen los casos asintomáticos, estos últimos días ha sabido de colegas que perdieron la vida a causa del virus. Otros doctores y enfermeros han dado positivo en las pruebas, a pesar del exhaustivo blindaje con el que realizan sus laborales médicas.
Ya no es como antes. El quirófano era el lugar preferido de los residentes. Ahí es donde Fátima se especializó a lo largo de tres años. Ahora, a cada cirugía solo entra el personal necesario: un médico adscrito, un anestesiólogo, un cirujano y dos enfermeros.
No hay noción del tiempo. La jornada de Fátima concluye cuando hay cambio de turno y cirugía terminada. Se cambia de ropa y antes de salir de las instalaciones sumerge su uniforme y equipo en una solución con cloro. Para limpiar el cubrebocas N95 utiliza una toalla húmeda con agua oxigenada. Coloca todo en otra bolsa y lo lleva con ella para lavarlo de nuevo.
En casa habilitó un área aislada de su familia. Ahí desinfecta el equipo y se asea al llegar. Cada cubrebocas reutilizable lo deja colgado por tres días para volver a utilizarlo. Los enumera para llevar un control. “Por mi familia debo protegerme y hacer todo lo más cuidadoso y limpio posible”, menciona.
Al día siguiente la rutina se repite. Fátima no sabe si atenderá pacientes de COVID-19. Lo único que sabe es que de nuevo debe extremar precauciones. Espera no escuchar sobre el deceso de un colega cercano. Aun así, está consciente que nadie está libre de contagio.
Hasta ahora el mayor reto en su carrera ha sido lidiar con la incertidumbre. Por los pasillos del hospital ve a familiares molestos porque sólo uno de ellos puede entrar con su familiar enfermo. A personas preocupadas que temen contagiarse. Rostros de alegría, tras dar negativo en una prueba. Gente que la alienta a seguir con su labor y hasta historias de discriminación.
“A diario niegan el servicio de transporte público a algún compañero. A mí no me han insultado de manera directa. Sólo se alejan de mí cuando traigo puesto mi uniforme o la bata blanca. A veces también me ven con desconfianza y miedo. Pero la realidad es que aquí todos tenemos miedo de todos”, concluye.