Líbano se enfrenta a la peor crisis económica de su historia moderna, con una hiperinflación de 251.5% que lo coloca como el segundo país con mayor alza de precios a nivel mundial, por debajo de Venezuela, cuyo índice de precios supera el 400%.
El deterioro del poder adquisitivo de los libaneses es evidente en lugares como el supermercado Al Berdawni: “Es como si hubiéramos empezado de cero”, cuenta la dueña de la tienda que lleva más 40 años en la zona. A raíz del constante cambio de precios, los locales han optado por quitarlos de los estantes y poner etiquetas en los productos.
Todas las mañanas abre una aplicación llamada Khod para saber la conversión de la libra libanesa al dólar estadounidense, y tanto ella como sus hijas se dedican a pegar los nuevos precios, que cambian en la mañana y en las tardes, en todos los productos.
Los artículos también se han transformado. Las cajas de kleenex fueron sustituídas por marcas locales empaquetadas en bolsas nylon. Los populares chocolates extranjeros como Lindt o Poulain desaparecieron; y de los pocos productos que siguen importando destacan los Takis Fuego, originarios de México. Cuestan casi 30 pesos pero, de acuerdo con la dueña, es de los productos más vendidos porque “les gusta como pica” y uno de los pasatiempos favoritos de los niños es ver quién aguanta más.
La farmacia Bachaalany tampoco está exenta de los cambios y, aunque mencionan que la gente sigue comprando medicinas “como puede”, los preservativos son el producto que más se ha dejado de vender.
De Suiza, ya no queda nada
Entre los años 1950 y 1690, Líbano era llamada "La Suiza del Medio Oriente” gracias a la estabilidad económica. Incluso Beirut, su capital, era tan atractiva para el turismo que fue llamada el “París del Medio Oriente”. Hoy, este país está muy lejos de aquella fama.
Los libaneses sobrellevan el día a día. El litro de gasolina está en 90,000 libras libanesas (LBP), cerca de 100 pesos mexicanos. La medicina es el lujo de unos cuantos y comer tres veces al día es una preocupación para el 80% de la gente, de acuerdo con Human Rights Watch.
Albert Naïm corta tomates y pepinos en un terreno que no es suyo. Pero esta no es la realidad a la que esperaba enfrentarse a sus 53 años, o al menos no en tierras ajenas. Trabajó en las Fuerzas Armadas de Líbano por más de 35 años. Fue soldado en la Guerra Civil libanesa que ocurrió entre 1970 y 1990 y alcanzó altos mandos en el ejército. Pensaba que, al retirarse, le darían 195 millones de LBP, que antes de 2019 representaban casi dos millones y medio de pesos. “Con eso planeaba comprar una casa para mi hija. Y sí me lo dieron, pero ya no valen nada. Todo mi trabajo, de toda mi vida, se redujo a 3,000 dólares y ya no tengo fuerzas para seguir trabajando”. Este antiguo soldado se siente derrotado por su propio país.
Los sueños de retirarse en su casa en las montañas de Akkar, al norte de Líbano y dedicarse a cosechar su propia tierra fueron sustituidos por la pesadilla de sobrevivir. Tan sólo para comer, Naïm se dedica a cuidar y mantener las casas y terrenos de libaneses expatriados de un pueblo llamado Beit Mellat , esperando recibir a cambio dólares a través de Western Union. De acuerdo con la Oficina de Naciones Unidas para la coordinación de asuntos humanitarios, las remesas que envían los libaneses de la diáspora representan el 53.8% del PIB.
Pero el caso de Albert no es ajeno al resto de la población que trabaja en el sector público y cuyos ingresos se siguen percibiendo en libras libanesas.
La crisis
Pocos entienden cómo es que se llegó a este grado de descomposición económica. Algunos dicen que su origen fue la Thawra (revolución) de 2019. Otros culpan al COVID o la catástrofe del 4 de agosto ocasionada por la explosión no nuclear más grande de la historia. Pero hay un discurso en el que la mayoría coincide, y es que es su propio gobierno es “quien los está matando”.
Desde el 31 de octubre de 2022, Líbano no cuenta con un presidente pese a los 12 intentos fallidos por nombrar uno, por lo que la incertidumbre política y social es un fantasma que todos los días recorre los caminos del país. Pero, hasta ahora, solo hay un personaje que está enfrentando cargos y escrutinio público por la catástrofe y es Riad Salameh, quien incluso el semanario británico The Economist lo calificó como “el peor banquero del mundo”.
Salameh, de 72 años, permaneció tres décadas como Gobernador del Banco Central de Líbano y durante un tiempo sus partidarios lo consideraban “el mago”, pues mantuvo una economía estable en un país institucionalmente frágil. Pero, como cualquier acto de magia, no todo es lo que parece y actualmente enfrenta cargos nacionales e internacionales por malversación de fondos y lavado de dinero.
Fue nombrado banquero central en 1993 por el entonces primer ministro Rafiq Hariri. Desde entonces, una de sus fuentes de ingresos de dólares fueron las remesas de los millones de libaneses que se fueron al extranjero, pues la cantidad de expatriados duplica a quienes aún viven en el país. En efecto, se estima que la población de Líbano es de casi 5 millones y medio de habitantes en los 10,000 kilómetros que delimitan su territorio. Pero, la diáspora libanesa alrededor supera los 12 millones de expatriados.
La economía nacional dependió de entradas masivas de capital extranjero. D e acuerdo con The Economist, el sector bancario del país tenía depósitos por valor de cuatro veces el PIB del país.
Pero este esquema comenzó a fallar en 2015 debido a las luchas sectarias y los conflictos regionales, como los de su vecina Siria, así como la caída del precio del petróleo. Además, los estados del Golfo, que en su momento fueron partidarios de Líbano, comenzaron a alejarse debido a la creciente presencia de Irán en el país a través de Hezbolá, un partido político chií fuertemente armado y que varias naciones, como Estados Unidos, han catalogado como grupo terrorista.
Para incrementar el flujo de capital, Salameh inició un plan conocido como “ingeniería financiera”, que consistió en pagar tasas de interés extraordinarias a los nuevos depósitos en dólares, pues esta es una divisa aceptada en la economía de Líbano, y elevar las tasas aún más para los depósitos en libras libanesas.
Incluso, muchos libaneses en México fueron parte de este esquema. Tal es el caso de George Y., comerciante en el Centro de la Ciudad de México y quien durante décadas guardó su dinero en los bancos libaneses, por lo que al recibir la oferta del altos rendimientos transfirió casi un millón de dólares.
El segundo problema grave fue la corrupción de Salameh y de la élite política y empresarial: los políticos decretaron un aumento salarial del sector público antes de las elecciones de 2018. Y la incapacidad del gobierno para llevar a cabo reformas significó que los donantes extranjeros retuvieran miles de millones de dólares en ayuda que habían prometido.
La gota que derramó el vaso llegó en octubre de 2019, cuando el ministro de Telecomunicaciones propuso implementar impuestos a las llamadas de WhatsApp. Con un elevado número de parientes en la diáspora, y un régimen fiscal a favor de los ricos, imponer una tarifa sobre la forma en que muchos libaneses se mantenían en contacto con sus familiares resultó desastroso y desencadenaron en la llamada “Revolución de Octubre”.
Las protestas masivas fueron impulsadas por una juventud desencantada que exigía un cambio completo del régimen. Las entradas de divisas se detuvieron, y tanto los libaneses de la diáspora, como la élite local, sacaron su dinero del país, lo que llevó a que los bancos perdieran liquidez y cayeran en bancarrota. Además, el gobierno incumplió con su deuda externa, que en marzo de 2020 alcanzaba los 1,200 millones de dólares.
La moneda colapsó y pasó de 1,500 libras por dólar a casi 23,000 a finales de enero de 2022. Y, sumando los problemas, el 4 de agosto de 2020 ocurrió “la peor explosión no nuclear de la historia” en el puerto de Beirut, que dejó 215 personas muertas y causó pérdidas por miles de millones de dólares.
Desde entonces, la población que percibe sus ingresos en libras libanesas vive en la pobreza extrema. En cuanto a Salameh, las autoridades de Bélgica, Francia, Alemania, Liechtenstein, Luxemburgo y Suiza lo investigan por corrupción. Se le acusa de haber robado hasta 330 millones de dólares del Banco Central , que se presume terminaron en las cuentas bancarias de su hermano en Suiza y que otras sumas se utilizaron para comprar propiedades en toda Europa.
En mayo de 2023, un juez francés emitió una orden de arresto internacional después de que no se presentara a una audiencia. Alemania también solicitó una ficha roja ante Interpol. Pero, así como ocurrió con el exdirector de Nissan, Carlos Ghosn, la ley libanesa no requiere que sea extraditado, y muchos observadores creen que el sistema judicial del país está demasiado politizado como para enjuiciarlo en su país de origen.
Aun así, en el país es uno de los personajes más odiados en la historia moderna, y se teme que “el mago” haga su último truco de desaparición.
El Verano de 2023
Hay lista de espera para entrar a Qortoba, un restaurante de comida libanesa en las montañas de Baabdat, a unos 22 kilómetros de Beirut. El menú, digital a raíz de la pandemia ya no muestra los precios en la moneda local sino en dólares. Un plato de Hummus cuesta 5 dólares; unas brochetas de borrego 10 dólares y un pastel de chocolate 3 dólares.
Para cualquier ciudadano que cobre en libras libanesas, como es el caso de Rita Jabbour, estos platillos son inalcanzables, pues su salario como maestra de inglés es de aproximadamente 1,300 pesos mensuales. Pero ella se encuentra comiendo aquí, con su padres y sus hermanas, en una mesa con 18 personas, porque sus familiares vinieron a visitar el país en verano, y lo más importante, con dólares en efectivo para gastar.
Para los libaneses, lo “normal” es tener familiares y amigos fuera del país. Lo otro “normal” para los expatriados es regresar durante el verano, Navidad o Ramadán: es casi una tradición y parte de lo que ha mantenido la economía familiar a flote. Walid Nasser, ministro de Turismo , estimó una visita de dos millones de libaneses para este verano, que equivale a 40% de la población nacional. Y la derrama económica se estima en 9,000 millones de dólares.
Joseph Aoun, el dueño del restaurante, comparte que no cerró su negocio por dos principales razones: porque cobra en dólares, y a causa de la diáspora que viene de visita al país. “Tuvimos que aumentar y dolarizar los precios y vimos un efecto en ello. Perdimos muchas ventas. Pero nuestra prioridad también es mantener la mayoría de nuestros platillos”, dice.
Agrega que desde 2019 la industria restaurantera cambió y que el principal hito fue la pandemia del COVID. “Después de eso nos tomó mucho recuperarnos, especialmente porque Líbano depende de los expatriados, para que vengan a gastar dinero y lo hacen principalmente en este sector”, afirmó.
Durante el verano el clima oscila entre los 30 y 35 grados. Las playas de Batroun, los hoteles en Beirut y los restaurantes en cada rincón del país están llenos. Y ante toda esta crisis surge una duda: ¿por qué tantas personas quieren irse del país y otras deciden quedarse?
Unos porque dicen que “nacer con el pasaporte libanés es como nacer sin pasaporte”, pues se requiere visa para 156 países y los trámites migratorios son casi inexistentes. Otros porque corren con la fortuna de ser contratados por empresas extranjeras, especialmente de Dubai o Arabia Saudita, para trabajar a distancia. Estos son los que se consideran “los más afortunados”, pues no tienen que dejar el país y pueden vivir una vida relativamente digna con su salario en dólares.
Y otros deciden quedarse porque a pesar de la crisis, existe un fuerte arraigo y esperanza en que la situación mejorará. “Mi familia, mis amigos, mi infancia, mis recuerdos y mis tumbas están aquí (...) yo soy un árbol, y mis raíces están aquí. Pase lo que pase, yo ya no puedo irme”, dice Georges Khabbaz, actor y dramaturgo.
Así, entre los que se van y los que se quedan, la inflación en Líbano sigue siendo un problema sin solución y los libaneses de la diáspora parecen ser la única esperanza viable para la antigua “Suiza del Medio Oriente”.