Negocios inclusivos, 4,000 millones de oportunidades
Un yogur cambió la forma de hacer negocios para Danone en India. En 2010, el fabricante francés de productos lácteos lanzó en las zonas rurales del país Fundooz, que ayudaba a combatir la desnutrición infantil con una estrategia de dos frentes: por un lado, el pequeño vasito cubría buena parte de las necesidades diarias de vitaminas y minerales de los niños.
Por el otro, ofrecía una fuente de ingresos a las familias, ya que eran distribuidos en carretillas por mujeres que recibían una ganancia por cada compra. Fue el germen de su Unidad de Negocio de la Base de la Pirámide, que la empresa lanzó en 2011 para desarrollar productos e iniciativas que le permitirían ampliar su mercado hacia los segmentos con menores ingresos.
La de Danone es una de las historias más representativas y que ha ocupado una serie de casos de estudios sobre negocios inclusivos, explica Jorge Pérez Pineda, académico de la Universidad Anáhuac campus Norte y experto asociado de Endeva, consultora alemana especializada en este tipo de estrategias.
Con el lanzamiento de nuevos productos bajo la marca Fundooz y programas de inclusión de proveedores y distribución, la compañía ha generado un negocio sustentable y que genera un impacto positivo en la comunidad.
Ésta es la clave de los negocios inclusivos, un concepto que introdujo en 2004 el profesor de la Universidad de Michigan C. K. Prahalad. Son estrategias sustentables que amplían el acceso a servicios o a la cadena de valor a comunidades de la base de la pirámide, como consumidores, proveedores o distribuidores. “Lo que le distingue es el potencial de transformar las condiciones de vida de las personas de bajos ingresos”, explica la especialista en sustentabilidad Helena Ancos, directora de la consultora española Ansari Innovación Social.
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No se trata de filantropía: alrededor de 4,000 millones de habitantes en los países en desarrollo conforman la base de la pirámide, una población que vive con 10 dólares o menos al día. En América Latina y el Caribe son 405 millones de personas, un mercado de 759,000 millones de dólares, según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). De ellos, poco más de la mitad, 222 millones, viven con entre 4 y 10 dólares al día.
Es una terminología que puede llevar a pensar en proyectos filántropos, pero la clave de estos negocios es la rentabilidad. Esta confusión ha provocado incluso que las empresas no comprendan el alcance de sus actividades.
A Eriko Ishikawa, líder global del área de negocios inclusivos y desarrollo de impacto de la Corporación Financiera Internacional (IFC, por sus siglas en inglés) del Grupo Banco Mundial, le costó trabajo hacer entender a uno de los clientes en Brasil que lo que hacía su empresa hace 10 años era un negocio inclusivo. El empresario insistía que él era “un hombre de negocios” y que su compañía hacía dinero. “Tomó un tiempo que la gente lo entendiera. Ahora, la situación cambió. Las empresas comprenden que hacen algo que tiene impacto social, pero es un negocio que hace dinero. Debe tener retorno de inversión, ser comercialmente viable y tener impacto”, dice Ishikawa.
Es lo que trata de hacer Unilever con varias de sus líneas de negocio. La multinacional tiene como objetivo impactar a 5.5 millones de personas en 2020, mejorando la capacidad de ingreso de granjeros y distribuidores e incrementado la participación de emprendedores en su cadena de valor. La compañía, por ejemplo, trabaja con 30,000 pequeños productores, entre ellos, de tomate en Xinjiang, China. A través de su programa Field School, la empresa y sus socios implementaron nuevas tecnologías, como riego por goteo, que permitieron incrementar la producción 7.5 toneladas, con menor utilización de agua y pesticidas.
En Kenia, donde 60% del té que compra la compañía procede de pequeños granjeros, Unilever colabora con la Agencia de Desarrollo del Té (KTDA). Desde hace 10 años, han logrado incrementar la tierra de cultivo y la calidad de las cosechas, empoderando a 86,000 granjeros (42,000 de ellos, mujeres), además de impulsar certificaciones de sustentabilidad.
Este programa, además, cuenta con el apoyo del IFC. El organismo del banco mundial trabaja con el sector privado para incluir a la población con menores recursos, como productores o prestadores de servicios, en la cadena de valor. En la última década ha invertido más de 11,000 millones de dólares en proyectos con 400 empresas. En México, trabajan con la desarrolladora de vivienda Vinte y las clínicas oftalmológicas Sala Uno, para acercar servicios a las poblaciones de menores recursos.
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Los ejemplos han aumentado. En 2012, Pérez Pineda detectó 12 casos en México. Tres años después, la agencia de cooperación al desarrollo alemana GIZ encontró 26, que registró en el estudio Negocios Inclusivos en México y Colombia. De ellos, sólo ocho se basaban en un modelo de desarrollo de proveedores, dos de distribuidores y 16 se centraban en llegar a nuevos clientes.
Un modelo en evolución
Pérez apunta que desde que Prahalad incorporó el término, la evolución ha sido continua. Al inicio, los segmentos de menores ingresos sólo eran considerados consumidores, para los que las empresas desarrollaban nuevos productos a precios asequibles. Y ambos ganaban: el cliente recibía un bien al que antes no tenía acceso y las compañías llegaban a nuevos mercados.
Después se incorporaron como proveedores y distribuidores y se incrementó el impacto: los ingresos de la población suben, mejora su calidad de vida y su capacidad de adquirir productos. “Las empresas a veces tienen una competencia rapaz en los mercados tradicionales y es una apuesta para atender esa población, que supone la mayoría y es rentable. Si a eso añadimos un potencial social y sustentable, aplica la triple línea de los negocios: ganancias, responsabilidad social y sustentabilidad”, afirma Laura Iturbide, directora del Instituto de Desarrollo Empresarial de la Universidad Anáhuac.
Esta maduración ha llegado al punto de convertirse en una de las estrategias para cumplir la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible, aprobada por los países miembro de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 2015. Incluso, el G20 lanzó en abril del año pasado la plataforma Global de Negocios Inclusivos (GPIB).
El Fondo Multilateral de Inversiones (Fomin) del BID trabaja con negocios inclusivos desde su creación, en 1993. Una de sus estrategias es vincular a empresas de mayor tamaño con pequeñas que pueden proveer insumos o ser parte de la cadena de producción. “Buscamos el fortalecimiento de pequeñas empresas o asociaciones de productores y reforzar sus capacidades gerenciales, técnicas y productivas para que se adecúen a las necesidades del mercado y facilitar ya sea el financiamiento o los vínculos con las organizaciones que lo otorgan”, afirma Estrella Peinado-Vara, especialista en desarrollo sostenible e innovación del organismo.
La inversión del Fomin por proyecto varía según su tamaño, pero oscila entre 500,000 y 2 millones de dólares. Y requieren una contrapartida por parte de la empresa ancla, que desarrollará a los proveedores. “Lo importante es identificar dónde está la necesidad de negocio”, agrega Peinado-Vara. “Si no, es muy difícil que la empresa ancla invierta. Tratamos de facilitar la relación comercial y fortalecer al más débil, para que negocien en una posición mejorada. Si todo sale bien, debe ser una relación comercial que se mantenga en el tiempo”.
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La clave para identificar las oportunidades es pensar fuera de la caja. “A veces son cosas que ya existen, pero de otra manera. No tiene que ser algo nuevo. Por ejemplo, los servicios de entrega eran complicados en las favelas de Brasil. Puedes tener una idea de repartir en una moto. Y eso beneficia a la población”, expone Ikishawa.
Rentabilidad, ante todo
Pero, sobre todo, debe haber una necesidad real de negocio detrás. “No valen las iniciativas personales de un champion en la empresa o que quiera hacer labor social. Debe haber la necesidad de un producto porque sale más barato o es de mejor calidad. Si no, la empresa no lo verá como parte de las operaciones y, cuando no tenga recursos, lo abandonará”, advierte la especialista del Fomin.
Del lado de los productores, debe haber voluntad para fortalecer sus capacidades y asociarse. El riesgo para estos pequeños proveedores es “morir de éxito”. Por eso, Pérez Pineda señala la necesidad de generar compromisos a mediano plazo para la compra del producto y así mantener la producción. “Esto implica respetar unos precios que no afecten a los productores”, detalla el especialista.
Fernando Casado, director general del Centro de Alianzas para el Desarrollo, advierte que el modelo tiene grandes virtudes, pero, en ocasiones, no ha sido gestionado de forma eficiente y ha generado dependencias de subsidios y financiamiento externo. Por eso, señala la necesidad de que los proyectos tengan indicadores de impacto bien definidos y medibles, como incremento en la producción o en la calidad de vida de las comunidades.
Y, especialmente, entender cuáles son las capacidades de cada organización. Como en un negocio tradicional, conocer el mercado y la zona donde se hará el negocio es básico. En el caso de las comunidades de menores ingresos, los especialistas recomiendan generar alianzas estratégicas con organizaciones no gubernamentales, organismos multilaterales y autoridades que ya atiendan a la comunidad y sean respetados por ella.
“Esto facilita, porque esta inclusión puede generar desconfianza sobre los intereses de la empresa”, afirma Iturbide. Además, las alianzas simplifican el financiamiento necesario para que los pequeños productores fortalezcan sus capacidades.
El reto es acabar con la idea de que éste es un modelo sólo para grandes empresas, por los desafíos que presentan. Las pequeñas y medianas empiezan a apostar también por ellos. Ancos advierte de lo necesario que es incorporarlas al modelo y se apoya en un dato básico: las pymes suponen más de 95% del tejido productivo en la mayoría de los países del mundo.
NOTA DEL EDITOR: Este reportaje se publicó originalmente en la edición 1219 de la revista Expansión, el 15 de septiembre de 2017.