Como explicó Samy Shalaby, "esta gente necesitaba tener poder adquisitivo para ponerle combustible a su auto, así que por eso empezaron las protestas. Pero después, la gente quiso hacer más que desafiar un solo impuesto; quisieron cambiar la democracia, lo fiscal, todo el modelo económico… querían cambiar toda la política del Estado".
Un hombre del pueblo
Entonces, el presidente de Francia se dispuso a convencerlos. A lo largo de varias semanas, se embarcó en una gira por Francia, una especie de sesión de terapia grupal nacional: celebró una serie de reuniones maratónicas, tanto con funcionarios locales como con ciudadanos comunes, para escuchar sus problemas de su propia boca.
Este ejercicio les sirvió a ellos para desahogarse y a él para dejarse ver firme del lado del pueblo, con la camisa arremangada y una actitud decidida. Para un presidente al que durante casi toda su campaña electoral acusaron de ser le président des riches — también en parte por su primera reforma al impuesto al patrimonio en Francia—, este ejercicio le sirvió para tratar de dar la impresión de que es más "hombre del pueblo" de lo que era naturalmente.
Pero mucho más que diálogo, al final lo que contuvo la violencia fue una nueva y polémica ley antimotines y el endurecimiento de las tácticas policiales. Así, el movimiento fue perdiendo el impulso poco a poco. Llegada la primavera, la violencia se fue haciendo más esporádica y, semana con semana, menguó la cantidad de gente que marchaba en las calles de Francia.
Poco a poco, los Campos Elíseos empezaron a quedarse abiertos, los turistas regresaron y por un rato, parecía que en ciudades como París transcurrían dos realidades paralelas en las calles hasta que, lentamente, la vida regresó a la normalidad y, al parecer, los gilets jaunes desaparecieron.