La lista de excesos y enfermedades que lo acosaron desde entonces es larga. Maradona llegó a disparar con un rifle de aire comprimido contra periodistas que le hacían una guardia, hijos empezaron a surgir de distintas madres, llegó a pesar 130 kilos y quedó al borde de la muerte.
A quienes todavía lo soñábamos como el jugador maravilla que nos emocionó en los mundiales de 1986 y 1990 nos partía el corazón verlo con esas tremendas dificultades para hablar, arrastrando las palabras o respondiendo sinsentidos.
También ver cómo era utilizado políticamente en Argentina, Cuba o Venezuela.
Quedan en YouTube fragmentos de entrevistas donde reporteros de esos países lo interrogaban con cara de inocencia mientras el ídolo ni siquiera podía hilar dos frases seguidas sin tener que detenerse a pensar y recuperar el flujo sanguíneo en el cerebro castigado por las drogas.
Ese último Maradona fue el que dividió para siempre a los argentinos. Era al mismo tiempo el "Maradó" de las canchas de fútbol y el "gordo drogón" de las salas de chat.
La sensación era, desde hace ya varios años, la de "pobre tipo, rodeado de gente interesada". La letal combinación de adoración sin límites y desidia del mundo del fútbol, del periodismo deportivo y de la sociedad argentina en general lo llevó lentamente a la pira donde se consumió en su propio fuego.
Y, mientras Maradona ardía, sus compatriotas —y unos cuantos invitados extranjeros— se regocijaban viendo a uno de los íconos Made in Argentina brillar... y morir"