Además de ser personajes inconfundibles en todo el mundo, todos ellos comparten una característica reveladora: la de ser devorados por las críticas impiadosas de la sociedad argentina. Mitades de la sociedad los aman y otras mitades los detestan.
Muchos aseguran que Messi es el mejor jugador de la historia del mundo y del universo, pero muchos otros afirman que es un "pecho frío" que solamente puede jugar bien rodeado de las estrellas del Barcelona. También una mitad de los argentinos adora a Francisco como líder de la Iglesia, y la otra mitad lo desprecia afirmando que es "un peronista" que lo único que hace es entrometerse desde el Vaticano en la política local.
Entre todos aquellos íconos, la figura más frágil es Maradona. Eva y el Che murieron más o menos en sus propios términos, y Messi y el Papa están bien blindados y poco les importa la opinión del público o el entorno que los rodea.
Amparado para siempre por su endiablada forma de jugar al fútbol, por el arte que llevaba en las piernas y tantas veces emocionaba, y por la final consagratoria en el estadio Azteca en junio de 1986 que le dio al seleccionado argentino el —desde entonces— adorado Mundial de México, Maradona sabía que podía contar con una carta blanca eterna de sus compatriotas.
Sin embargo, para el hombre que en un mismo partido, frente a Inglaterra, también en el Azteca, convirtió no solamente el gol con "la mano de Dios”; sino también el tanto considerado el más hermoso de los mundiales, esa luz verde para comportarse a su antojo terminó siendo un veneno mortal.