En la novela El extranjero, Albert Camus imaginó a un apático hombre que se sentía extranjero en su propia vida. Ochenta años después de su publicación, en la Nicaragua gobernada por el matrimonio de Daniel Ortega y Rosario Murillo aquella tesis existencial de Camus se ha resignificado: los extranjeros son los propios ciudadanos del país.
Bajo la mano de hierro del sandinismo, alguien con ropaje de juez puede determinar si una persona verdaderamente nació en esa tierra. No importa si abrió los ojos al mundo por primera vez en el país, y si lo atestigua un documento público inscrito para la ocasión. En el realismo mágico en el que vive el régimen, la condición legal de nicaragüense está determinada ahora por el nivel de devoción que se le preste a la pareja gobernante. De lo contrario viene el castigo: despojo de la nacionalidad y condena “a perpetuidad” a ser un apátrida por “traición”.