OPINIÓN: Sí, está bien cuestionar la salud mental de Donald Trump
Nota del editor: Michael Weiss es analista de seguridad nacional de CNN y autor del libro ISIS: Inside the Army of Terror. Las opiniones en esta columna pertenecen exclusivamente al autor.
(CNN) — Cuando argumentó falsamente que al denigrar a las mujeres diciendo que son criaturas que pertenecen a la granja se refería únicamente a Rosie O'Donnell, el entonces candidato a la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump, explicó la plataforma cultural de su campaña. "Me ha desafiado mucha gente y francamente no tengo tiempo para la corrección política total. Para ser honestos, este país tampoco tiene tiempo".
Como posiblemente se dio cuenta de que esta respuesta no satisfizo del todo a Megyn Kelly, moderadora del debate (a cuyo ciclo menstrual se refirió más tarde para justificar su estilo de interrogación agresivo), Trump agregó que sus críticas eran por sana diversión, una forma de relajarse frente a tantos enemigos malintencionados.
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"Tómenlo en serio, no literalmente" fue la justificación más seria para los llamados generalizados de Trump y para el nutrido suministro de botes salvavidas de su campaña para librar los escándalos estilo Titanic de sus burlas sobre las personas con discapacidad, los prisioneros de guerra, los familiares de los soldados caídos en batalla y los mexicanos.
Dos de las variaciones de estas racionalizaciones fueron: "Relájense, no habla en serio", o "Bueno, tal vez habla un poco en serio, pero al menos habla con franqueza y no con la jerigonza grandilocuente de la fauna profesional de los pantanos de Washington".
No cabe duda de que Trump no siempre habla en serio ni siempre entiende lo que dice. Pero sus seguidores más leales, que desconfían y odian a la prensa estadounidense tanto como él, tienen razón al decir que cierta especie de académico, que se avergüenza fácilmente y que es propenso a los eufemismos, se equivoca al no apreciar lo bien que el electorado estadounidense de 2016 aceptó el lenguaje del bar y los cuarteles.
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Sin embargo, ha pasado algo curioso en el intento de hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande… o a consecuencia de ello. La corrección política total ha vuelto a ser prioridad, solo que ahora, los árbitros hipersensibles de lo que se puede decir en público viven en la derecha y surgen oficiosamente en donde haya alguien que, en su opinión, se haya pasado de la raya al criticar o menospreciar a su presidente anticorrección política.
El movimiento populista que surge al no tolerar ningún tema polémico (ya sea la inmigración ilegal, el terrorismo islamista o la historia clínica de Hillary Clinton) descubrió repentinamente que proteger a un comandante en jefe frágil que se ofende fácilmente es un espacio seguro.
Esto es más evidente cuando se habla del tema urgente de la salud mental y el bienestar emocional de Trump, pasatiempo actual de muchos estadounidenses, según una encuesta de la Universidad de Quinnipiac , en la que se determinó que casi el 70% de los encuestados cree que Trump "no está bien de la cabeza". (Entre los antónimos de ese término evocador están "excitable" e "inestable"… podría decirse "loco").
null¿Acaso su salud mental no es un tema digno de ser noticia?
No, de acuerdo con los leales seguidores de Trump, quienes se han transformado en la policía del discurso en cualquier mención del tema o incluso en una discusión de que es un tema de interés. El domingo 20 de agosto, Brian Stelter, de CNN, señaló el simple hecho de que los periodistas suelen sonar como seres humanos cuando su micrófono está apagado o cuando su editor ya se fue a dormir. Se preguntan: "¿El presidente de Estados Unidos es racista? ¿Padece alguna clase de enfermedad? ¿Es apto para el cargo? Y si no lo es, ¿qué va a pasar?".
Todas estas son preguntas serias y necesarias en un momento en el que el presidente de Estados Unidos afirma que cree que a los mítines de los supremacistas y los neonazis asisten "personas muy finas", pero que los servicios de inteligencia estadounidenses se comportan como verdaderos nazis al investigar la interferencia de Rusia en las pasadas elecciones y que los periodistas que critican al gobierno están "enfermos" y "no quieren a nuestro país".
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En la televisora Fox News no perdieron el tiempo para declarar que la revelación de Stelter había sido un pecado venial de parte de un crítico de la prensa. Un antiguo conductor de programas de debate, que seguramente sabe que hay preguntas que la mayoría de los periodistas teme hacer por inteligencia o por temor a dañar su carrera, de pronto equiparó a quienes se preguntan si Trump no habrá perdido un tornillo con John Wilkes Booth.
"Tan desagradables como la gente que cree que @realDonaldTrump está loco son quienes claman por que lo asesinen", tuiteó Geraldo Rivera, corriendo hacia su espacio seguro. ¿Ven a dónde va esto? Directo a la bóveda de Al Capone.
Cuestionar la salud mental de un presidente de ninguna manera significa que estás de acuerdo con dar permiso para que lo asesinen. Si así fuera, entonces James Clapper, un espía veterano y patriota, que ha trabajado para varias presidencias, sería culpable de traición a la patria por afirmar lo siguiente en el programa CNN Tonight con Don Lemon, que se transmitió poco después del discurso contradictorio que Trump dio en Phoenix: "Realmente dudo de su capacidad para… de su aptitud para este cargo… Esta conducta, este afán divisivo y el vacío intelectual, moral y ético total que el presidente de Estados Unidos deja ver… ¿cuánto tiempo más tiene que soportar el país esta pesadilla, por tomar una frase prestada?".
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Luego, Clapper agregó que le preocupaba un poco que una persona así estuviera a cargo del arsenal nuclear de Estados Unidos. Si se pone en el contexto adecuado, el exdirector de Inteligencia Nacional comparó al presidente de Estados Unidos con un dictador irracional de un Estado rebelde con armas nucleares, sobre el que un exdirector de Inteligencia Nacional informaría nerviosamente al presidente de Estados Unidos en circunstancias normales.
En el mismo programa de debates, Mike Shields, colaborador de CNN, hizo su mejor esfuerzo para que nuestro discurso nacional atribulado volviera a un grado de civismo que no tiene derecho alguno de gozar.
Objetando a Lemon y a su caracterización de Trump como mentiroso "trastornado", Shields argumentó, un tanto sagazmente, que esas afirmaciones eran un regalo para Trump y sus partidarios. "No es apto para el cargo nos lleva, nos conduce hacia un sitio en el que la gente puede criticar a la prensa; cuando lo que queremos es repelerlos y decir que el presidente no debería criticarlos y que está loco al hacerlo, cuando decimos que en realidad está loco, estás haciendo el trabajo del presidente y de la gente que quiere criticar a la prensa".
Creo que, sea como sea, la prensa hará el trabajo del presidente y de la gente que quiere criticar a la prensa. El presidente también la halagará cuando le convenga. Veamos, por ejemplo, a Sean Hannity y su desarrollo de la teoría de conspiración sobre la muerte de Seth Rich, un empleado del Comité Nacional Demócrata, cuya semilla sembró Julian Assange, hombre que suele dar la impresión de que en cualquier momento declarará que es un huevo escalfado.
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Este mito nocivo, que la Casa Blanca posiblemente fomenta, ha perdurado a pesar de que la familia de Rich le ha implorado que desista. ¿Cuál fue el castigo para el presentador de Fox por haber difundido noticias falsas? Que Trump manifestara su aprobación en Phoenix diciendo que es un " gran tipo ", un "tipo honesto".
Con esto no digo que los conservadores pro-Trump estén diciendo que la prensa tiene que respaldar a un líder perturbado e impopular. La forma miserable en la que Trump manejó las atrocidades de Charlottesville fue, de acuerdo con Shields, una "conversación legítima".
'La cultura de la queja'
Hace 25 años se publicó un libro sobresaliente, titulado Culture of Complaint: A Passionate Look into the Ailing Heart of America (La cultura de la queja), del aclamado crítico de arte, Robert Hughes. Hughes era católico en recuperación, marxista en recuperación y australiano en recuperación (no necesariamente en ese orden) y sentía una fascinación intensa pero nada condescendiente con Estados Unidos.
Su teoría es que los extremos de la izquierda y la derecha llegaron a depender uno del otro por su razón de ser y que al hacerlo, terminaron pareciéndose no solo en estilo, sino a veces en sustancia (fue así como las feministas que querían prohibir la pornografía tuvieron buena recepción en el circuito evangélico).
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La derecha militarista y partidaria del libre mercado terminó tomando, bajo ciertas condiciones, la terminología adornada y fácilmente satirizada de la izquierda dura. Por eso, en contraposición a las personas "con desventajas de verticalidad" o de "capacidades diferentes", los conservadores tenían lo que Hughes llama "corrección patriótica", que sirve para disfrazar realidades incómodas con jerga administrativa. "Retiro de capitales" era una forma bonita de referirse a la implosión del mercado accionario en 1987; "reorganización corporativa" era una frase bonita que hacía referencia al despido masivo de empleados.
Volver a leer a Hughes hoy es como leer una postal del presente. "Los conservadores académicos y culturales radicales están sumidos en una alucinación colectiva total", escribió acerca de la era de Reagan. "La única persona que les desagrada más que el otro, es la que les dice a ambos que se calmen".
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