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OPINIÓN: Una ojeada a la reforma potencial del gasto público

Lo fundamental es examinar exhaustivamente el quehacer actual del gobierno federal, y decidir cuáles son, en forma estricta, las funciones que le competen, opina Everardo Elizondo.
lun 03 septiembre 2018 01:07 PM

Nota del editor: Everardo Elizondo, exsubgobernador del Banco de México y presidente de los MBA en Teoría y Política Monetaria, Economía para Políticas Públicas, Finanzas Internacionales y Economía en EGADE Business School del Tecnológico de Monterrey. Las opiniones en esta columna pertenecen exclusivamente al autor.

(Expansión) – Hace muchos años, los analistas de las finanzas públicas de México concluyeron que la composición del gasto público federal era inapropiada para propiciar el desarrollo económico. Específicamente, señalaron que su estructura enfatizaba el consumo público en demasía, en detrimento de la inversión. A este respecto, vale agregar que los cuestionamientos incluían por lo común críticas, enfáticas y certeras, sobre la ineficiencia de las inversiones.

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Una ojeada a lo sucedido a lo largo de la década pasada avala y acentúa la preocupación referida. La gráfica ilustra la trayectoria de las dos variables mencionadas, a partir de 2007 y hasta el primer trimestre de este año. (Las cifras base son parte de las cuentas nacionales). A simple vista, está claro que el consumo público se ha mantenido alrededor del 12 % del PIB. En lo que toca a la formación de capital, su evolución merece un comentario más detallado.

Al inicio del periodo considerado se observó un aumento significativo de la inversión, quizá como una respuesta de política económica al estilo keynesiano, frente al impacto negativo de la Gran Recesión Mundial sobre la demanda agregada. El cociente inversión a PIB creció entonces un par de puntos porcentuales, superando el 6 %. Se mantuvo cerca de ese nivel durante un par de años, pero luego empezó a declinar, hasta llegar recientemente a sólo 3 %.

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Con tales antecedentes, resulta plausible la intención del nuevo gobierno, consistente en reducir en forma significativa el gasto corriente. Entre los renglones señalados (y debatibles) sobresalen los ya consabidos: recortar los salarios de los estratos altos de la burocracia; eliminar ciertas prestaciones; compactar los programas sociales; etc.

Sin embargo, por otro lado, se propone elevar las erogaciones en otras partidas de carácter similar, como las pensiones y los apoyos a los jóvenes. La información disponible no permite precisar, a mi entender, el impacto neto de los cambios. Al mismo tiempo, se ha planteado aumentar la inversión en un punto porcentual del PIB. Esto último implicaría un cambio adecuado de tendencia - aunque no una recuperación, en el sentido cabal de la palabra -.

Tabla para opinión

En mi opinión, la recomposición del gasto pretendida sería más provechosa si, en lugar de rebajas de cobertura indiscriminada (v.gr., “el 70 % del personal de confianza”), la “poda” se efectuara en lo comprobadamente superfluo.

El asunto puede enfocarse desde un punto de vista radical: lo fundamental es examinar exhaustivamente el quehacer actual del gobierno federal, y decidir cuáles son, en forma estricta, las funciones que le competen. El escrutinio debería incluir las preguntas obvias: la erogación en cuestión, ¿atiende de veras al interés público?; ¿corresponde su realización a ese nivel superior de la administración?; el producto o servicio generado, ¿no puede ser ofrecido por el sector privado?; ¿cómo se financiará?; ¿qué parámetros se adoptarán para evaluar su eficacia?; etc.

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En el ámbito de las “Empresas del Estado”, en México se ha generalizado, con fundamento, la idea de que el gobierno es, en el mejor de los casos, un administrador mediocre. Insistir en desempeñar ese papel se contrapone a la concepción moderna del Estado: un ente que fija “las reglas del juego” y que interviene selectivamente para remediar o, al menos, atenuar las llamadas “fallas del mercado”. Nada más.

Finalmente, en lo que toca al combate a la corrupción, me parece que lo principal consiste en eliminar en lo posible los arreglos institucionales que crean “incentivos perversos”. Esta prescripción es estándar en la literatura sobre el tema.

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Un ejemplo notable debe bastar para ilustrar lo anterior: en los tres niveles de gobierno existe un marco regulatorio a todas luces excesivo. Cada requisito oficial que limita ilógicamente las actividades de los particulares, abre la puerta para un acto de corrupción. Cada disposición que establece un monopolio a discreción de un burócrata, genera una oportunidad para la extracción de una renta. Y así por el estilo, ad infinitum. En este ámbito, la COFEMER ha intentado modernizar y racionalizar el enredo regulatorio, pero con poco éxito.

Para terminar, quizá caben dos reflexiones: i) lo central en materia de la reforma del gasto público no es sólo su composición, sino también su nivel absoluto y relativo; esto último determina, a fin de cuentas, la verdadera “carga fiscal” sobre la población contribuyente; y, ii) abatir la corrupción depende más de la existencia de instituciones “correctas”, que de exhortaciones al cambio de las conductas personales.

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Consulta más información sobre este y otros temas en el canal Opinión

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