Pero entonces Donald Trump fue elegido Presidente de Estados Unidos, y junto con él, llegó una visión mucho más mercantilista, nativista incluso, que percibía el comercio internacional como un simple balance de resultados: si existía un superávit, era positivo; pero tener un déficit era no sólo negativo, sino incluso condenable, y el país causante de dicho déficit pasaba inmediatamente a ser un ladrón, que seguramente obtenía esas enormes “ganancias” (sic) a través de prácticas comerciales desleales, devaluando artificialmente su moneda o con cualquier otra combinación de acciones que no respetaban el fair trade.
Es justo decir que, a nivel mundial, hay una corriente de pensamiento que está de acuerdo con la visión del Presidente Trump. De acuerdo con estos proponentes, China asumió una serie de compromisos, cuando ingresó a la OMC, que simplemente no ha cumplido –dado que siguen existiendo señalamientos por transferencias forzadas de tecnología, pagos enormes de subsidios a empresas estatales, débil protección a los derechos de propiedad intelectual, y un largo etcétera. Estos mismos proponentes señalan que como China no quiere cooperar, y debido a las grandes distorsiones que genera, no hay otro remedio más que utilizar medidas cada vez más radicales, como Estados Unidos lo ha hecho.
Ante esto, Beijing insiste en que cuando China se unió a la OMC, no se comprometió a cambiar de régimen político ni legal, y que continúa firme hacia lo que llaman economía socialista de mercado; concepto que implícitamente rechaza que exista una definición o modelo único sobre lo que es una economía de mercado. Dada esta lógica, esperar que China cambie su sistema económico, político y legal, para adaptarse a lo que otros países necesiten o prefieran, sería muy ingenuo.