El asilado incómodo llega a México

El gobierno mexicano ha tenido, digamos, un uso bastante flexible y acomodaticio de los tradicionales principios de la diplomacia histórica, opina Horacio Vives.

(Expansión) – Nada, absolutamente nada, justifica que en los tiempos de consolidación de las democracias latinoamericanas -con sus penosas excepciones- en el que en la relación cívico-militar los uniformados están subordinados al poder civil, se realicen acciones tendientes a deponer a presidentes y gobiernos democráticamente electos.

Dicho eso, hay una serie de circunstancias en la actual crisis boliviana que me genera la convicción de que no estamos en presencia de un golpe de Estado en Bolivia.

Desde que asumió hace casi 14 años la Presidencia de Bolivia, allá en el lejano 2006, Evo Morales jugó sus cartas hasta que tensó demasiado la cuerda: refundó el Estado boliviano a través de un nuevo orden constitucional, avanzó sobre instituciones que deberían ser contrapesos hasta que las volvió adictas a él (el Tribunal Constitucional y el órgano electoral) y logró las interpretaciones constitucionales que le permitieron mañosamente buscar una tercera reelección.

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Tres fueron los procesos políticos que explican su caída: 1) el plebiscito de 2016 sobre la posibilidad de presentarse a elecciones de octubre de 2019, que perdió contundentemente, 2) acudir a instancias internacionales para burlar la decisión ciudadana que validó un cooptado tribunal constitucional, y 3) la interrupción del cómputo de la votación la noche del 20 de octubre, que según el informe final de la OEA, concluye que no hay forma de saber los resultados de las elecciones presidenciales, de los que Morales se declaró vencedor en primera vuelta.

A partir de entonces se sucedió un conflicto postelectoral que fue incrementando en violencia a lo largo de tres semanas. Hay que señalar que el candidato opositor, el ex presidente Carlos Mesa (Comunidad Ciudadana) supo capitalizar desde la campaña el creciente descontento hacia Morales sin asumir actitudes antisistema y que las protestas ante el fraude electoral se desarrollaron de acuerdo con estándares pacíficos y democráticos.

El problema fue que, ante el creciente clima de violencia postelectoral, aumentaron los muertos y heridos, que eran puestos por la oposición. Día a día, se fueron multiplicando las críticas a Morales -incluidos motines policiales en defensa del voto- que fue acorralado hasta que anunció la convocatoria a nuevas elecciones, la renovación de los integrantes del Tribunal Supremo Electoral y el anuncio de su renuncia a la Presidencia tras la sugerencia hecha por el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, Williams Kaliman.

Viejo lobo de mar, Morales le sacó provecho a la adversidad y de ninguna manera se despide anteponiendo el bienestar de los bolivianos. Lo que hubiera demostrado estatura democrática en Morales era anunciar nuevas elecciones sin que Morales participara y terminar en unas semanas su mandato. Pero no, ¿para qué tener un acto de generosidad democrática de tal magnitud?

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El planteo militar le permitió esgrimir la bandera del golpe de Estado, victimizarse, aumentar la polarización y tratar de sacar raja política y simpatías internas e internacionales en su favor. Forzó la renuncia de la cadena sucesoria y, al menos durante un par de días, su propia renuncia fue puesta en redes sociales, pero no formalizada ante el congreso boliviano, con lo que contribuyó a la crisis constitucional y vacío de poder.

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Por último, previo a abordar el avión rumbo al asilo que lo trajo a México, el anuncio de Morales permite esperar que desde el exilio incida en el proceso electoral que deberá llevarse a cabo en las siguientes semanas y, eventualmente, volver como “salvador de la patria”.

El debate sobre el golpe

La recomendación militar, sugiriendo la renuncia de Morales, es condenable y debió utilizarse otro discurso más equilibrado para dejar en él la decisión sobre renunciar o no, sin que se percibiera como un imperativo. Con todo, hay que poner en contexto distintos elementos y atenuantes para entender por qué no se está en presencia de un golpe de Estado, o al menos no como históricamente han sucedido.

Un golpe de Estado presume la deposición violenta de alguno de los poderes del Estado. Aquí no se cerró el Congreso o se arrestó al presidente. No salieron tanques a la calle ni el gobierno fue asumido por militares. Por otra parte, la Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas de Bolivia las faculta para hacer sugerencias ante quien corresponda, relativas a conflictos internos y externos y proponer las soluciones pertinentes.

El golpe de Estado está, pues, en el discurso victimista de Morales. Ahora el gran riesgo y desafío para Carlos Mesa, y para la oposición democrática, es que el proceso de transición política y celebración de elecciones no se le salga de las manos y adquiera protagonismo una derecha más radicalizada, así como contener a la clase política y seguidores del Movimiento al Socialismo, el partido de Morales, que siguen en pie de batalla.

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México se define y toma partido

El gobierno mexicano ha tenido, digamos, un uso bastante flexible y acomodaticio de los tradicionales principios de la diplomacia histórica. Cuando no se quiere involucrar en asuntos que deberían ameritar un posicionamiento claro, y más aún, cuando pretende que nadie opine o tenga injerencia en la política mexicana, le busca las esquinas a principios como el de “No intervención”.

En esa lógica, México no se pronunció y no condenó la violencia y violaciones de derechos humanos realizadas por Nicolás Maduro en Venezuela y se puso a contracorriente de las democracias de Occidente, que reconocieron a Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela.

Ahora, bajo el asilo que ciertamente México ha ofrecido históricamente a muy diversos personajes que por razones políticas huyeron de sus países de origen, el lopezobradorismo se congratula que éste sea el destino de Evo Morales.

Con ello, México se anima a hacer bloque con sus iguales (Cuba, Venezuela, Nicaragua y, próximamente, Argentina) para adoptar una postura contundente. En política internacional, más que nunca cuenta con quién te juntas y qué posiciones se defienden. México ya tomó partido. A mi juicio, de forma equivocada.

Nota del editor: Horacio Vives Segl es licenciado en Ciencia Política por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y doctor en Ciencia Política por la Universidad de Belgrano (Argentina). Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad del autor.

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