El Gobierno federal instrumentó medidas para reducir el contacto y disminuir el contagio a partir del viernes 24 de abril. El gobierno de la Ciudad de México decretó el cierre de restaurantes y el transporte público seguía protocolos estrictos de limpieza. El mensaje fue contundente: evitar el contacto innecesario. El reto era mayúsculo, nos había sorprendido la primera pandemia del siglo XXI y no estábamos preparados.
A partir del 29 de abril, el equipo de expertos de la Secretaría de Salud se vio reforzado por equipos interdisciplinarios de otras agencias gubernamentales, incluyendo nuestro grupo de Sedesol que fue incluido en el Instituto de Diagnóstico y Referencia Epidemiológicos (INDRE), para elaborar cifras precisas y verificables ante la falta de datos confiables producidos hasta ese momento.
El paro de actividades generalizado, aunado a la frágil economía mundial, costó una caída de 8.9% del Producto Interno Bruto (PIB) en el primer semestre de 2009, en términos anuales (Fuente: Banxico).
Fue evidente la importancia de la presencia del Estado y su credibilidad ante la crisis. Aunque ex-post algunos califican la reacción estatal como prematura y hasta excesiva, dados los limitados datos y la elevada incertidumbre del momento, las medidas probaron ser responsables y efectivas en términos del costo humano.
Hoy el escenario es diferente. Sabemos que los primeros casos del Covid-19 se registraron hace cuatro meses, que la ventana de contagio es más prolongada que la del A(H1N1), que es el doble de contagioso, que la severidad de los síntomas es diversa y que el 3.4% de los casos confirmados han fallecido (Fuente: OMS).
Los modelos de transmisión de enfermedades infecciosas, alimentados con datos recientes, nos muestran que la conectividad es clave para explicar su evolución (Wesolowski, A. et al. 2017).