La primera: el monto de la entrada de remesas no depende del desempeño económico del país destino (en este caso, México), sino que depende de las capacidades económicas de los habitantes del país de origen (en nuestro caso, 95% de las remesas provienen de Estados Unidos).
El máximo histórico de marzo 2021 se da en el contexto de una recuperación en marcha de la economía estadounidense, la cual -a diferencia de la mexicana- ya recuperó los niveles observados en el primer trimestre de 2020, antes de la llegada de la pandemia.
Esta recuperación económica ha permitido que los habitantes -sean inmigrantes o no- tengan mayores recursos para enviar apoyo a sus parientes en México, respaldados también por los tres diferentes paquetes de apoyo fiscal presentados en Estados Unidos a lo largo de la crisis (que en conjunto equivalen a más de ¼ de su PIB nacional) y por el avance de la estrategia de vacunación nacional, que ha conseguido que 44% de la población tenga ya al menos 1 dosis de una vacuna contra el COVID-19.
Con mayores recursos, y tal vez considerando las dificultades económicas y la pérdida de empleo que persisten en México a raíz de la crisis, quienes envían remesas a nuestro país se sienten motivados a destinar más dinero que antes.
Esta conclusión subraya la segunda cuestión que el presidente olvidó mencionar: la llegada de remesas al país no necesariamente señala una mejoría en nuestra economía e incluso puede señalar lo contrario. Estados como Oaxaca, Guerrero, Michoacán y Nayarit, cuyas economías tienen algunos de los niveles más bajos de PIB por habitante en el país, también se encuentran en la lista de las nuevas entidades que más remesas por habitante reciben.
Además, estados con mayor recepción de remesas por persona también suelen tener mayores tasas de informalidad laboral. Es decir, la llegada de remesas es mayor cuando la gente que las recibe vive en lugares con economías y mercados laborales débiles que no logran satisfacer sus necesidades.