En lo personal, me da la sensación de que el mundo regresa a los origines de los movimientos sociales mundiales de la década de los 60, cuando pugnaban por mayores derechos, libertades, distribución y equidad distributiva, y los cuales, siendo justos, tenían argumentos válidos a esgrimir, pero que fueron secuestrados por líderes populistas que llevaron a los reclamos sociales al rotundo fracaso y a un círculo de error-fracaso-error.
La visión setentera que se buscaba en México era un Estado ‘todopoderoso’ y paternalista, el cual cubriese las necesidades de la población sin depender de fuerzas económicas ajenas o extrañas, y controlando los sectores económicos nacionales más importantes mediante la creación de un sinnúmero de empresas paraestatales, cerrando fronteras mediante la visión de sustitución de importaciones.
Esos gobiernos no supieron traducir los reclamos sociales en programas efectivos, eficientes y concretos; en su lugar, destinaron sus esfuerzos a infectarlos de ideologías personales, intereses económicos familiares, proyectos onerosos, revanchas y posiciones unipersonales y defensas antidemocráticas.
Quienes no lo lograron –y ante sus propios errores culparon a oscuras fuerzas extranjeras productoras de secretas invasiones que, inclusive, se materializaban en villanos en refrescos de consumo masivo– empezaron a señalar a los ancestrales enemigos de la Nación, sin señalar como verdaderos y únicos culpables a la vigente y personalísima corrupción, ineptitud y propias ineficientes decisiones. Se distraía la atención con frases pegajosas y ridículas como “sin maíz no hay país”.
Se confundía la democracia con la legalidad. Se pretendía que votos mayoritarios en el proceso legislativo fuese sinónimo incontestable de constitucionalidad. Quien lo observase con fundamentos, se volvía enemigo de Juan Escutia.
Se intentó que fuese el Estado el que pudiera atender todas, absolutamente todas las necesidades económicas del país, buscando la soberanía económica, para lo cual se crearon un sinnúmero de empresas paraestatales monopólicas gestionadas por personajes obscuros y que, plagados de corrupción, nepotismo y amiguismo, solo produjeron entidades ineficientes, onerosas, corruptas, atrasadas y retrógradas.
Los errores estatales los pagaba el pueblo. Se confundía lo estatal con lo público. Si el Estado se equivocaba, lo pagaba la población con atraso educativo, nula infraestructura, escaso progreso, carencia de oportunidades, falta de empleo, falta de inversiones, o deudas financieras públicas inmensurables. La gente migraba a Estados Unidos y luego se aplaudía como éxito el que mandasen remesas frescas a México.
Pero bueno, el presidente sabía lo que hacía y cuestionarlo era peor que beber “las aguas negras del imperialismo”.