Cuando mi esposo murió a los 33 años a causa de un infarto, pensé muchas veces que no iba a lograrlo… ¿lograr qué? Supongo que salir adelante, mantener a mi hija, construirme una vida y una historia más allá de la que viví con él. ¡Qué agotador fue! El mundo seguía girando, la gente seguía cosechando triunfos, consiguiendo grandes trabajos y yo atorada en una tristeza tal que no alcanzaba a ver cómo iba a regresar a la oficina a sacar el día a día.
El duelo es un proceso complejo que dura tanto como la persona lo necesite y que depende de múltiples factores; para el individuo doliente puede implicar trabajar en piloto automático hasta que la herida empieza a cerrar y se convierte en una cicatriz que, si bien ya no duele como antes, te acompañará siempre.
Las semanas de encierro y aislamiento se convierten en espacios de reflexión que te permiten poner en perspectiva tus decisiones, que te pueden impulsar a escribir listas de pendientes que te dan guía de hacia dónde dirigirte y una agenda que puede comenzar a caminar hacia aquello que te permitirá alcanzar tus metas a corto y largo plazos. Tu carrera, a partir de ese punto de inflexión, puede reinventarse.
El duelo da muchas lecciones de vida, la más importante de ellas, creo, es el hecho de que uno puede transformarse tras haber perdido poco, mucho o todo. En mi caso, este proceso fue el que me llevó a levantar la mano en el trabajo para cualquier proyecto que se escuchara desafiante: necesitaba sacudirme, verme de nuevo al espejo y saber que seguía ahí y que podía de nuevo retomar mi vida profesional.
El duelo no nos define ni como personas ni como profesionales, pero siendo que la pérdida es irreparable, marca un antes y un después de quienes somos. Entramos a una tormenta y, como escribe Haruki Murakami, tenemos la oportunidad de hacer que quien sale de esa tormenta sea mejor de quien entró.