Los cincuentones y mayores siempre decimos que éramos mucho más tranquilos que los chavos actuales; lo mismo decían nuestros papás y, sin una sola duda, ellos lo escucharon de los suyos. Y si retrocedemos aún más, podremos leer sobre la mala imagen de la juventud escrita por Sócrates hace 2,500 años y estaríamos seguros de que se trata de una carta del siglo XXI. Me parece que esto es, ha sido y será así, ¿por qué? Porque somos incapaces de ver el mal en nosotros mismos.
El bullying no es algo nuevo, es tan antiguo como la historia de las relaciones humanas. Yo siempre pensé que en mi generación había espacio para la mesura y la compasión, pero he tenido la oportunidad de recopilar impresiones de compañeras y compañeros que padecieron mucho, y nunca me hubiera imaginado el infierno que para ellos significaba enfrentar diario a un grupo de gente con cero empatía y mucha menos calidad humana.
La ‘suerte’ que tuvimos nosotros, los de generaciones anteriores y hoy, hace del bullying y de la reputación dos temas cada vez más delicados, es tener (o no) un celular con cámara en la mano y acceso a las redes sociales, ¡combinación explosiva! Todos podemos ser grabados de tiempo completo, no hay margen de error, porque se necesita un solo like, o que alguien comparta o suba a la nube, para que esto sea casi imposible de borrar; quedamos evidenciados y ridiculizados para siempre. Y de colofón, nuestras imágenes, audios y videos pueden modificarse cada vez con mayor facilidad.
Al parecer, es más que suficiente caer mal o ser envidiados para hacernos decir cosas que nunca dijimos, ponernos en situaciones en las que nunca participamos y destruirnos, sin pensar a fondo en las consecuencias que esto traerá a una vida; la vida de un padre, una madre, un adolescente.
Creo que a todos nos ha tocado escuchar a personas que le mandaron desnudos a su pareja creyendo que son confiables, leales, intachables, y que tienen cierta intimidad con ellas, pero al final se llevan la mala sorpresa que el destinatario decidió compartirlas, por despecho, por querer impresionar a los amigos o solo por dañar a la persona que confió en ellos. Una ofensiva de magnitudes inimaginables. Irreparable.